- «Fascismo», «socialismo» son hoy eso: epítetos escénicos, sombras bajo cuya fascinación los hombres se avienen a ser esclavos. Y a no atisbar siquiera el peso de sus cadenas.
Hizo ayer ochenta años. 11 de mayo. 1945. La foto está tomada en una pradera que podría haber sido bucólica en su estallido primaveral. Pero, sobre ese tópico fondo de altas hierbas que cuajan las margaritas, los dos hombres en primer plano son terribles. Impecables uniformes militares. Y rostros pétreos que hablan de casi seis años de matanza, de la más eficiente matanza que haya conocido Europa en su historia. Tal vez, el mundo.
El pulcro uniformado de la izquierda tiende, tomada por el cañón con la mano izquierda, su pistola reglamentaria al otro, que alarga su mano izquierda para recibirla. Ambos son generales: el derrotado como el victorioso. Y la liturgia de la rendición exige esa grave tensión del gesto en el cual nadie pueda preciar sentimiento alguno. A la izquierda de la foto, Hans Junk lleva su mano derecha a la visera: ha permanecido, desde septiembre del 44, al mando de esa ciudadela junto a Saint-Nazaire. Es la última en desmoronarse de aquel muro que soñó alzar Hitler frente al Atlántico. A la derecha, el general americano, Herman Kramer no saluda: en su impasibilidad rocosa se trasluce el poso de todo el horror vivido. No, no fue la que termina ahora una guerra de caballeros. ¿A qué venir con ofensivas pantomimas? En su avance, las tropas aliadas irán tropezando con los despojos de los campos de exterminio. Pero, mucho antes de poner los pies en ellos, nadie se engaña acerca del horror que las tropas aliadas habrán de ir catalogando. Será la prueba empírica de lo ya sabido: que en el nazismo la vida del enemigo no contaba más que para planificar su borrado. Íbamos a tardar medio siglo en documentar materialmente lo mismo en los campos del Gulag soviético. Pero, nadie se engañe ahora. Existían documentos más que suficientes para saber las dimensiones de la matanza, antes de haber pisado uno solo de los campos en 1945. Y de la Vorkutá, antes de haber leído a Solzhenitsyn.
Y existía la lógica. No encubierta. Orgullosa. La apuesta por la aniquilación completa de la población judía fue exhibida como ideal mayor del nacional-socialismo. La apuesta por el borrado total de cualquier pervivencia burguesa en el edén proletario fue arrogante banderín de enganche de la URSS en los años de Guerra Fría. Y aquellos que negaron luego haberlo sabido estaban mintiendo. Y todos, absolutamente todos, sabíamos que mentían.
Era la esencia misma de una visión del mundo prolijamente codificada: la totalitaria. Que en algo esencial se diferencia de las diversas formas despóticas del Estado moderno. Y ese algo es la homogeneización del sujeto político: el cernido de lo angélico y lo diabólico, en una lucha final de la cual sólo uno debería salir vivo. En la cual, el otro habría de ser borrado, en el recuerdo tanto cuanto en la presencia. Rehacer lo que fue, hacer que aquel pasado al que se decreta oscuro nunca haya existido, es la esencia última del Estado Total: aquel que configura cada estrato —presente, como pasado, como por venir— en los afectos y en los pensamientos de sus súbditos.
El totalitarismo, tratemos de entenderlo, no es una forma cualquiera del autoritarismo político. Es la proyección práctica de una tesis axial en la filosofía hegeliana de la historia: «El fin de la historia universal», decretaban las berlinesas Lecciones de Filosofía de la Historia de 1830, «es que el espíritu llegue a saber lo que es verdaderamente y haga objetivo este saber, lo realice en un mundo presente, se produzca a sí mismo objetivamente». El teórico académicamente mayor del nacional-socialismo, Martin Heidegger, materializará ese destino metafísico del pueblo alemán en la aniquilación de aquellos que no están identificados en la «autenticidad» del espíritu: la población judía, en primer lugar. Cuadernos negros (1931-1938): «La cuestión concerniente al papel del judaísmo no es racial, sino la cuestión metafísica referida a esa clase de la humanidad que, careciendo sencillamente de vínculos, puede hacer del desarraigo de todos los entes respecto del Ser la tarea que le es propia en la historia del mundo». Exterminar a esos «exterminadores del Ser» es la condición de acceso al reino del espíritu verdadero. De la verdadera socialidad, pues. El «socialismo» de «nacional-socialismo» (en rigor filológico habría que traducir «nacionalismo socialista») no es una coquetería de época: es el fundamento metafísico, al cual «nacional» aporta determinación cronológica y geográfica. La verdad es anti-judía en el socialismo nacionalista hitleriano. La verdad es anti-burguesa para los socialistas internacionalistas stalinianos. A ese matiz conceptual se reduce toda la diferencia. ¿Lo común? Claro está: cuanto se oponga a tal salvífica verdad debe ser anulado.
Ochenta años más tarde de aquella foto en el prado del Grand-Clos, ¿pervive algo del mundo al cual aquellas palabras —«nacional-socialismo», «internacionalismo socialista»— buscaron fijar un horizonte? Nada. Nada en la realidad: la teología política hegeliana daría risa hoy a los pragmáticos funcionarios poco honestos que se encargan de administrar el Estado. Pervive todo. En las palabras. Allá donde las palabras, al modo de las sombras de la caverna de Platón, proyectando a los prisioneros hacia horrores que no existen, los privan de defensa frente al real mundo en el cual están encadenados. «Fascismo», «socialismo» son hoy eso: epítetos escénicos, sombras bajo cuya fascinación los hombres se avienen a ser esclavos. Y a no atisbar siquiera el peso de sus cadenas.