Corría noviembre de 1863. Habían pasado cuatro meses y medio desde la derrota de los confederados en Gettysburg, cuando el presidente Abraham Lincoln, con su imponente 1,90 de estatura, su mirada glauca y su barba profética de capitán Ahab, pronunció un discurso en el cementerio militar de la localidad. Una nimiedad: solo tres minutos, menos de 300 palabras. Pero aquella brevísima alocución figura en el libro de oro de la oratoria política, mientras que las inacabables chapas televisivas de quien ya saben solo quedarán en la historia de la amnesia. En su inolvidable discurso, pronunciado para un país todavía salpicado por la sangre de una guerra fratricida, Lincoln proclamó que «esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo renacer en la libertad». Y prometió algo que luego sería miles de veces imitado: «Un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
El presidente fue asesinado solo dos años después. Un espía sudista le disparó en la cabeza cuando veía una obra en un teatro en Washington. Hoy su legado continúa vigente. Siempre resulta elegido en las encuestas como uno de los tres mejores mandatarios de EE.UU. Lincoln no era un santo laico. Se trataba de un estratega taimado, maniobrero en las emboscadas partidarias. Pero poseía una enorme fuerza moral, porque sus principios eran loables -libertad y democracia-, y porque poseía un proyecto limpio y ambicioso para el futuro de su nación. De esa brújula moral tal vez emane su cita más conocida: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».
Lincoln no conoció a Sánchez, capaz de intentar engañar a todo el mundo todo el tiempo. Esta vez ha acometido el cuádruple salto normal. Engañó a su vicepresidenta de Asuntos Económicos, pactando con Bildu a escondidas la derogación inmediata de la reforma laboral del PP, clave ante la crisis de la pandemia. Engañó al PNV, conchabándose a hurtadillas con sus rivales electorales de Bildu. Engañó a Ciudadanos, que le apoyó en el estado de alarma sin saber de su acuerdo con Bildu (ay, la bienintencionada Arrimadas, qué verde está todavía para el gran juego…). Por último, engañó también a Bildu y a Podemos, corrigiendo a medianoche lo que había firmado con ellos por la tarde, toda vez que Calviño puso el grito en el cielo, pues el disparatado acuerdo habría provocado un aluvión instantáneo de despidos y habría puesto en cuarentena el auxilio europeo. Además, la jugada es moralmente repulsiva, pues Sánchez se ha cansado de prometer que jamás pactaría con Bildu.
La gloriosa «coalición progresista» ya está a bofetada limpia. ¿Y ahora qué? En una situación de emergencia nacional, lo saludable sería un Gobierno de unidad con partidos constitucionalistas y echando a Podemos, o convocar elecciones para buscar un Ejecutivo viable. No lo veremos. Sánchez quiere el poder por el poder. Desempolvará el «Manual de Resistencia» y seguirá atornillado ahí aunque España y su Gobierno se caigan a jirones. Un presidente de cartón piedra. De ahí su interés por prorrogar a toda costa el estado de alarma.