Isabel San Sebastián-ABC

  • La ley de eutanasia establece quién solo puede aspirar a eso que llaman una «muerte digna»

Lejos de constituir un avance sustancial de nuestras libertades, tal como pretenden la izquierda más o menos extrema, sus socios independentistas y los autoproclamados «liberales» de Ciudadanos, la ley de eutanasia aprobada el jueves en el Congreso consagra una forma de discriminación especialmente repugnante y desde luego incompatible con la más elemental idea de progreso: la consistente en establecer políticamente qué vidas son prescindibles y cuáles no; quién merece vivir dignamente y quién, por el contrario, solo puede aspirar a eso que llaman una «muerte digna». Únicamente dos países de Europa cuentan con legislación semejante: Bélgica y Holanda. Todos los demás; es decir, las grandes naciones del continente donde nacieron el humanismo, la democracia y los derechos humanos, han ido rechazando en el transcurso de los últimos años propuestas similares a la que ha visto la luz aquí. ¿Por qué? La respuesta es muy sencilla. Por respeto a los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados del amparo efectivo del Estado, que son exactamente quienes aquí van a sufrir los efectos de este engendro aprobado con muchas prisas, en pleno estado de alarma, sin consenso, sin un informe del Consejo de Estado, sin oír la opinión de los expertos y sin escuchar al Comité de Bioética, dependiente del Ministerio de Sanidad, que ha rechazado por unanimidad un texto cuyo articulado «inicia un camino devastador» hacia la desprotección de la vida, según su docto criterio.

En el Reino Unido fueron las asociaciones de personas con discapacidad quienes se opusieron con mayor virulencia a la pretensión de adoptar una legislación semejante, conscientes del riesgo que correrían sus miembros en cuanto el inevitable deterioro de sus condiciones físicas los dejara a merced de terceros. Porque todos somos buena gente, hasta que dejamos de serlo. ¿De verdad alguien cree que la fórmula mortal se administrará únicamente a quien libre y soberanamente decida poner fin a sus días, en pleno uso de sus facultades y sin presiones que le induzcan a dar ese paso? ¿Qué pasará con quienes padezcan demencia o hayan perdido la consciencia? ¿Y con quienes sean convencidos de que su vida ha dejado de ser «digna» porque no pueden valerse por sí mismos? ¿Quién y en base a qué establecerá los límites de la «dignidad», ya sea en referencia a la vida o a la muerte?

En Francia se reconoce el derecho del enfermo a recibir sedación profunda que le libre del dolor, cuando la analgesia no baste. Sedación profunda, no una inyección letal. En España hemos optado por el camino más fácil, que es la eutanasia o el suicidio asistido, cuando en un gran número de hospitales todavía no existen unidades de cuidados paliativos y mientras la ley de Dependencia sigue siendo un brindis al sol carente de recursos económicos que materialicen la asistencia presuntamente garantizada. El camino más fácil y el más barato para las arcas públicas, que de este modo se ahorran las dotaciones correspondientes. ¡Y aún tienen la desvergüenza de llamarlo «progresismo»!.