Haber pasado tu vida en Cataluña y tener más de sesenta años te permite tener cierta perspectiva en política. Reconozco que esta visión de la jugada tiene el inconveniente del cansancio al ver repetidas cosas que en mi tierra tenemos más que sabidas. Cuando el conjunto de españoles, por ejemplo, descubrieron el separatismo, aquí lo conocíamos de sobras. Por eso, no me sorprende el enaltecimiento que Pedro Sánchez ha hecho de Begoña Gómez y cómo las masas zurdas la han encumbrado a la categoría de vestal de las esencias izquierdistas. En Cataluña, Jordi Pujol hizo lo mismo con su esposa, Marta Ferrusola, en el terreno nacional separatista. Cuando Felipe González se riló con lo de Banca Catalana, dejando expedito el camino al permanente chantaje del separatismo, pasó lo mismo que ahora con la mujer del presidente. Uno recuerda perfectamente a Pujol y a su esposa, Marta, encaramados al balcón y a los convergentes en la calle gritando «Això és una dona» («esto es una mujer»), en un remedo ortopédico y patético de los vítores que los descamisados argentinos dedicaban en éxtasis a Evita.
Como no existe nada nuevo bajo el sol, los parecidos entre los matrimonios Pujol-Ferrusola y Pedro-Begoña son muchos. Sospechas de corrupción, acusaciones contra el Poder Judicial, estigmatización del adversario, jugadas indignas y ese permanente leitmotiv que atesoran los personajes totalitarios que se resume en: nos atacan porque somos los buenos los que jamás podrán vencer si no es mediante el juego sucio. Ahora, Sánchez ha decidido pasear a Begoña por los mítines, como se vio en Benalmádena, igual que Pujol lo hizo con Ferrusola. Igual que se saca al santo para que llueva, se saca para que escampe. Añadiré que hacer caer del guindo a quienes creen a pies juntillas que sus lideresas son más puras que los lirios es tarea inútil. Ni siquiera el principio indiscutible acerca de que en un estado de derecho es la justicia la que debe dilucidar qué es legal y qué no. Ellos están por encima de las leyes.
Quizás Sánchez crea que, siendo tantos los parecidos, pueda acabar igual: apartado de la cosa pública pero convertido en un mito»
A día de hoy, Marta Ferrusola continúa siendo un símbolo para no pocos catalanes. Quien se hacía llamar «Madre Superiora» en conversaciones con banqueros andorranos, utilizando la palabra misales para referirse a millones, se encuentra postrada por la enfermedad y jamás podrá declarar ante un juez. Pujol, cuando confesó lo de la «herencia» del Avi Fulgenci creyó que con eso bastaba. Algo de razón debía tener, porque el expresidente se pasea de homenaje en homenaje con sonrisa mefistofélica y ese aire de superioridad que jamás le ha abandonado. Quizás Sánchez crea que, siendo tantos los parecidos, pueda acabar igual. Apartado de la cosa pública pero convertido en un mito, en referencia obligada para un socialismo reconvertido en el viejo largo caballerismo que tan nefasto fue para España.
Podría suceder, insisto, porque los españoles tenemos memoria de pez en materia política. Pero es indiscutible que Begoña Gómez, a la que la universidad le ha retirado fulminantemente su máster, se ha convertido en la Ferrusola de la izquierda, quitándole el papel de pobrecita víctima del fascismo a Irene Montero. Y todo sin abrir la boca. Pocos españoles sabrían reconocer la voz de la mujer del presidente. Begoña no habla, no da entrevistas, no hace declaraciones, no comparece, no da explicaciones. Begoña sabe que nadie como los españoles para interpretar silencios, dotándolos de argumentos que no tienen que ver con la persona que calla.
Quién nos lo iba a decir. Sánchez y Pujol, Begoña y Ferrusola. La historia se repite, especialmente cuando sus protagonistas tienen la misma catadura moral.