Francisco Rosell-El Mundo
En cierta ocasión, el resucitado Josep Borrell, recuperado de la ultratumba política por Pedro Sánchez para que sea su ministro de Asuntos Exteriores, echó mano de un viejo refrán que dijo haberle escuchado a una campesina andaluza, lares meridionales a los que le llevaron tanto razones de pareja (la sevillana Cristina Narbona, presidenta del PSOE) como de índole profesional (consejero de Abengoa). Tal proverbio no era otro que el que invoca «¡líbrenos Dios del día de las alabanzas!».
Tenía muchas y buenas razones para saberlo. No en vano pudo ser el primer catalán en llegar a La Moncloa desde la Transición. Tras ganar en buena lid, pero contra pronóstico, las primeras elecciones primarias del PSOE, se quedó en la estacada o, más bien, le dieron un estacazo. Tras un arduo triunfo que fue visto y no visto, lo doblegó el garrotazo, en forma de dossier letal, que le asestó el rotativo que abanderó la candidatura oficialista de Joaquín Almunia, apadrinada por Felipe González, saliente secretario general.
Cruelmente escarmentado en cresta propia, este gallo de pelea con afilados espolones –«Borrell, cuidado con él»– verificó que puedes darte por muerto en cuanto todo el mundo se deshace en panegíricos hacia ti. No hace falta aguardar al sepulturero. Probablemente, en estos inesperados días de vinos y rosas que goza el cadáver viviente que parecía ser el PSOE en vísperas de su exitosa moción de censura, habrá rememorado el adagio que oyó de labios ceceantes aquel antaño impetuoso Borrell, al que la prensa fotografiaba bajando el río Noguera Pallaresa en una balsa de troncos, que sentó en el banquillo a Lola Flores en su etapa en Hacienda o se las tuvo tiesas con Putin, afeándole la persecución a los disidentes cuando presidía el Parlamento Europeo.
No es para menos después de ver la excepcional acogida inicial –entre el alivio de los ajenos y la levitación de los propios– a este videogobierno preelectoral y para todos los gustos que ha cocinado Sánchez. Todo ello tras auparse inopinadamente a La Moncloa, al prosperar su censura contra un Rajoy que prefirió que su partido perdiera el poder antes que dimitir él. Eran tan bajas las expectativas –bástese repasar las encuestas previas a su advenimiento– y tan clamorosa es su debilidad parlamentaria –84 raquíticos diputados en una Cámara de 350, lo que le hace rehén del populismo neocomunista de Podemos y de una batahola de nacionalistas e independentistas–, que todo presagiaba un monstruoso Gobierno Frankenstein.
Sin embargo, al modo de la popular y recurrente pizza 4 estaciones, Sánchez ha combinado productos de cada temporada del año y en porciones diferentes para evitar que se mezclen sin necesidad. Con tal variedad, es imposible que no sea del gusto de una gran mayoría de comensales que, en función de sus preferencias, tiene siempre la opción de escoger la porción que más le satisfaga de este Gobierno cuatro estaciones que casi iguala en número al de escaños.
En esta España configurada a imagen y semejanza de su televisión, que ha tenido un papel clave en la caída de Rajoy y que ha dado paso a un Ejecutivo condimentado en sus platós, donde el «homo videns» del que hablaba Sartori identifica la realidad con su simplificación por medio de la imagen, entendiendo sólo lo que ve y escuchando por los ojos, puede ocultar el hecho apreciable de que ese felizmente malogrado Gobierno del doctor Frankenstein puede haber dado paso a otro de carácter bipolar del doctor Jekyll y de míster Hyde en función de los eventuales desdoblamientos de personalidad de Sánchez. A diferencia de una pizza, es mucho más difícil combinar productos tan divergentes y contradictorios como los que cohabitan en el seno de un Gobierno que nace, primordialmente, para que el PSOE afronte en mejores condiciones que los demás un año atiborrado de urnas, empezando por Andalucía y siguiendo por las municipales y europeas.
Por eso, antes de que se deteriore su estado de gracia y estallen sus contradicciones, dado los elementos tan incongruentes e inconexos que alberga, Sánchez convocaría elecciones pro domo sua. Al modo de la planificación de las series de televisión, este videogobierno duraría 13 episodios mensuales. Parece además el tiempo justo para evitar el desahucio por el impago de las hipotecas que contrajo para llegar a La Moncloa dado el escaso capital que atesoraba para asumir tamaña propiedad.
En relación a una cuestión clave como es la integridad territorial de España (curiosamente, el único que ha aludido explícitamente a ello ha sido Borrell, contra quien ya cuelgan pancartas en su pueblo, como si fuera Boadella), nada tienen que ver los planteamientos resueltamente constitucionalistas del propio Borrell o de Margarita Robles, por citar a los más expeditos en este terreno, con los de Meritxell Batet, la ministra para Cataluña, aunque figure en su cartera como de Política Territorial.
Con igual apellido del general que sofocó en horas el golpe de Companys en 1934, Batet rompió la pasada legislatura la disciplina del PSOE para votar en el Congreso a favor del derecho a decidir (eufemismo de autodeterminación) y está por darle carta de legalidad a los artículos declarados inconstitucionales y suprimidos del vigente Estatuto catalán, o bien por dar rango constitucional a uno nuevo sin necesidad de ser sancionado por las Cortes. Ese dislate supondría que el órgano depositario de la soberanía nacional dejara exenta un parte de su territorio. Ello daría pie a que detrás vinieran otras comunidades, como no se le escapa a nadie con la cabeza sobre los hombros y ya apunta el País Vasco, mientras los antiguos señoríos fagocitan el antaño Reino de Navarra.
Caso contrario, sería tanto como suponer que Borrell, Robles y otros más estarían dispuestos a servir de coartada a las hipotéticas concesiones de Sánchez al independentismo, como en su día Bono a la transigente política de Zapatero con los nacionalismos. Más allá de bromas como la que el entonces ministro de Defensa le gastó a su compañero de Industria, José Montilla, cuando regaló a sus colegas la figurilla de un soldado español y, al acercarse al ex presidente de la Generalitat, le soltó: «Bueno, para ti, como sé que no te ha gustado mucho, tengo además otra sorpresa», dispensándole a renglón seguido la reproducción de un mosso d’Esquadra. Entretanto, un Bono convertible (Guerra dixit) ordenaba tapar el «A España servir hasta morir» que figuraba en una ladera aledaña a la Academia de Suboficiales leridana de Talarn.
En cualquier caso, si a los toreros los hace el ganado y el público, aunque no haya que desmerecer a aquéllos que lucen en el paseíllo, habrá que ver cómo Sánchez lidia el morlaco soberanista, salvo que busque ganar tiempo con una faena de aliño que no le desluzca el refulgente traje de luces.
De momento, la primera en la frente: primer Consejo de Ministros y primera concesión a los separatistas como señal de buena voluntad hacia quienes se reafirman en sus postulados e impiden sañudamente que se respeten los derechos mínimos. Incluidos los de quienes se acercan a la Universidad a homenajear a Cervantes, quien hizo cabalgar a don Quijote desde La Mancha hasta Barcelona. Mala andadura es esa de marchar por el camino de servidumbre de una rendición preventiva que explica tantas tragedias como se han registrado en Europa en los últimos 100 años a cuenta de unos nacionalismos que han perseguido su destrucción.
Dando un giro copernicano, Sánchez ha pasado de exigir una reactivación menos lenitiva del artículo 155, sin dejar los instrumentos de poder de que se valieron los secesionistas, principalmente una televisión pública al servicio del odio contra España, a desactivar la intervención de las cuentas de la Generalitat cuando ésta anuncia su pretensión de seguir extendiendo sus estructuras de Estado dentro y fuera de Cataluña. Esta legitimación a quien específicamente tachó de racista y tildó de ser un Le Pen carece de sentido. Mucho más cuando no hay signo alguno de rectificación o propósito de enmienda por su parte.
Todo ello, además, a expensas de cómo se mueve el Gobierno con relación al sumario a punto de cerrarse contra los artífices del golpe de Estado del 1-O. Principalmente la nueva ministra de Justicia, la fiscal Dolores Delgado. Presente en la cacería célebre de Jaén junto a su amigo y juez instructor del caso Gürtel, Baltasar Garzón; el entonces ministro socialista de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, y el responsable de la Policía Judicial. Todos ellos confraternizando a las pocas horas de dictarse las primeras detenciones que han precipitado la moción de censura que ha descabalgado al PP.
Dolores Delgado se ha visto recompensada con un Ministerio. Mejor suerte ha tenido que Garzón, del que es su sombra. En su día, González, cuando lo enroló en su lista electoral para blanquear su reputación por medio de Bono, le prometió el Ministerio que le birló el también juez Belloch, aparcándole en el Comisionado contra la Droga. Allí preparó su venganza contra el «míster X» del Gal al dimitir y volver a la magistratura donde sacó del cajón de doble fondo el aparcado sumario, pero sin cobrarse la cabeza que ahora ha compensado con la de Rajoy, colgándola en su particular pabellón de caza.
Aunque aquella batida de la sierra de Andújar de febrero de 2009 evocará aspectos cómicos propios de la berlanguiana La escopeta nacional, con la perspectiva del tiempo, se comprueba que tuvo más que ver con aquella otra película con tintes más negros que rodara Carlos Saura 12 años antes que Berlanga.
En La Caza, que así figuraba en cartelera al amputarle la censura parte del título («del conejo») por su connotación sexual, el cineasta aragonés narra la turbulenta jornada de un trío de veteranos de la Guerra Civil en los mismos campos abrasados en los que otros hombres habían monteado a sus semejantes. Ese viaje al abismo retrata una alegoría sobre un guerracivilismo capaz de aniquilar al adversario. Tanto que uno de los monteros concluye cainitamente: «La mejor caza es la caza del hombre».
Siendo cierto que la Justicia renquea desde que Alfonso Guerra sentenciara a Montesquieu, el padre de la división de poderes, ésta quedó entonces tan postrada como los ocho venados que el ministro que fue fiscal y el juez que quiso ser ministro acribillaron en Andújar y enviaron con iniciales al taxidermista.
Por eso, sin necesidad de tratar ningún cordón sanitario en derredor del PP como en su momento Zapatero en sus tratos con el nacionalismo, el PSOE puede obrar el descuartizamiento del principal partido de la oposición con jueces tan malos instructores como Garzón. Aprendieron de éste el enorme poder amedrentador que les da dictar condenas de telediario, mientras siembran el pasillo de filtraciones interesadas de sus sumarios en los que se sugiere más de lo que se dice. Todo ello con relación a un partido remiso a adoptar medidas, cuando la obsequiosidad de jueces garzonitas –como se ha visto en la bomba de relojería introducida en la última sentencia de Gürtel– obliga a reaccionar con presteza si no quiere el PP quedar convertido en cenizas.
Son las prácticas que favorece una Justicia de escopeta y perro en la que un juez apunta con un ojo tapado siempre en la misma dirección y un fiscal-ministro, entonces como ahora, sólo aplica la ley cuando toca la jugada. En tales circunstancias, conviene estar atento a aquello que se mueve detrás del televisor, en la trastienda de la pequeña pantalla, mientas aparece en imagen un luminoso Gobierno de escaparate.