ABC 30/06/14
ESPERANZA AGUIRRE
· «El paralelismo entre la situación que describe y critica Ortega y la actual se acrecienta cuando pensamos que en 1914 la Constitución de 1876 tenía 38 años de vida y que la Constitución actual lleva 36 años vigente»
Hace justo un siglo, en marzo de 1914, un joven catedrático de Metafísica de la Universidad Central (que es como se llamaba entonces la Complutense de hoy) de treinta años pronunció una conferencia en el Teatro de la Comedia de Madrid con este título: «Vieja y nueva política».
Como hace 100 años «Al leer ahora, cien años después, párrafos como los de Ortega, no resulta extraño caer en la tentación de aplicar las palabras orteguianas a la situación política actual»
Aquel profesor era Don José Ortega y Gasset, que, a pesar de su escandalosa juventud, ya gozaba de un sólido prestigio académico, intelectual y social, y sus palabras de aquel día promovieron un importante revuelo en los ambientes políticos de la España de entonces.
En esa conferencia, leída hoy, impresionan la frescura y la libertad de Ortega al diagnosticar la crisis del sistema político de la Restauración, que ya en 1914 se había hecho evidente.
Su crítica la dirige, en primer lugar, a los dos partidos, conservador y liberal, que habían sido los protagonistas esenciales de los años transcurridos desde la Constitución canovista de 1876.
Dice Ortega: «Esa función de pequeñas renovaciones continuas en el espíritu, en lo intelectual y moral de los partidos ha venido a faltar, y privados de esa actividad (…) los partidos se han ido anquilosando, petrificando, y, consecuentemente, han ido perdiendo toda intimidad con la nación». Pero, para el joven profesor, no son solo los partidos los que han perdido el contacto con la realidad social, también el Gobierno, el Parlamento, las Instituciones e, incluso, la prensa forman una España oficial, ajena y lejana a la España vital. De ahí que, sigue Ortega, «las nuevas generaciones advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española».
Al leer ahora, cien años después, párrafos como estos, no resulta extraño caer en la tentación de aplicar las palabras orteguianas a la situación política actual. También hoy los resultados de las últimas Elecciones Europeas han demostrado hasta qué punto los dos grandes partidos nacionales han perdido contacto con la realidad; también hoy se puede constatar la crisis de muchas de nuestras Instituciones; también hoy tiene sentido hablar de una España oficial y de una España vital; y también hoy las nuevas generaciones se manifiestan cada vez más lejanas a la vida oficial española e, incluso, a su lenguaje.
El paralelismo entre la situación que describe y critica Ortega y la actual se acrecienta cuando pensamos que en 1914 la Constitución de 1876 tenía 38 años de vida y que la Constitución actual lleva 36 años vigente.
Ese paralelismo podría alimentar el pesimismo de creer que seguimos como siempre, que hay males de nuestra Patria que no tienen remedio. Sí, es verdad que existen en esos parecidos, y que haríamos bien en tener en cuenta las recomendaciones de Ortega para regenerar la vida política.
Pero también es verdad que las diferencias entre la España de hace un siglo y la España actual son enormes, y que hoy estamos mucho mejor que entonces.
Si volvemos al texto orteguiano, nos encontramos, para empezar, con que la espoleta que provocó aquel importante discurso es la rabia que le produce que, desde 1898, es decir, desde que él tenía 15 años, su generación «no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia». Ortega habla desde la sensación de fracaso con que se vivía en España desde la pérdida de las colonias del 98. La España de entonces es una España desmoralizada. Mientras que, como hace poco ha recordado con vehemencia el profesor Varela Ortega –nieto del filósofo–, la Historia de España en los últimos 50 años es la historia de un sensacional éxito colectivo. Esto lo reconocen todos los espectadores que, desde fuera, contemplan el desarrollo español de este medio siglo, y debemos tenerlo bien presente cuando nos aceche la tentación del pesimismo.
Desarrollo económico, por supuesto, pero también desarrollo cultural, social y, muy importante, político. Hoy España cuenta con todos los cauces apropiados para que los ciudadanos expresen libremente sus opiniones y para que intenten hacer realidad todas sus legítimas aspiraciones. Alcanzar ese grado de desarrollo político fue el resultado de una operación, la Transición Española, que asombró al mundo y de la que todos podemos sentirnos absolutamente orgullosos. Un orgullo que estaría en las antípodas del pesimismo existencial de los hombres de la generación de Ortega, que vivían abrumados por las consecuencias del Desastre.