No se puede negar la existencia del sentimiento nacionalista. Pero sí es necesario, desde una defensa de la democracia como gestión del pluralismo, negar el derecho de ese sentimiento a proclamarse único representante de la sociedad vasca.
Aunque hayamos comenzado un año nuevo, no parece que la sociedad vasca pueda librarse de sus viejas inercias. Una parte de la sociedad vasca ha proclamado durante estos últimos largos años que todo se podía cambiar, incluso los marcos jurídicos e institucionales que regulan y hacen posible la convivencia en pluralidad y libertad, a condición de no someter a cambio alguno los propios sentimientos. Las constituciones se pueden cambiar, pero los sentimientos nacionalistas son sagrados, intocables, y deben ser el eje de articulación de cualquier marco jurídico y político.
Al igual que algunos proclaman, sin matices, que el derecho debe ajustarse a la realidad social, así la organización del poder y de la convivencia debe ajustarse a los sentimientos, mejor: al sentimiento, y no al derecho, a la libertad y al pluralismo. Y se sigue afirmando que esto es lo más democrático, lo más moderno, lo mejor para el pueblo vasco.
Miles de personas se manifiestan por las calles de Bilbao reclamando el, supuesto, derecho de acercamiento y de agrupamiento de los presos de ETA. Pero lo que en realidad la manifestación ponía de manifiesto, valga la redundancia, es la fuerza del sentimiento nacionalista como fuerza política. Arzalluz vuelve a repetir que el Gobierno del lehendakari López es un ‘gobierno okupa’, el presidente del PNV proclama que su partido es el que lidera a la sociedad vasca, el partido que llamó en las últimas elecciones a votar a los de aquí y no a los que no son de aquí, es decir, a votar a los nacionalistas que son los únicos de aquí, mientras que todos los no nacionalistas son, en términos de Arzalluz, ‘okupas’ en su propia sociedad, a los que el nacionalismo, en sus momentos buenistas, tolera de forma paternalista, y en los momentos malos forzaría a exiliarse.
Y si alguien comete el atrevimiento de criticar la posición nacionalista, se le contesta diciendo que o bien quiere diluir la identidad vasca, o bien quiere negar el derecho a la existencia del sentimiento nacionalista. Pero esa misma contestación pone de manifiesto la incapacidad para la democracia del nacionalismo vasco. Pues la identidad vasca que los nacionalistas ven en peligro de disolución por culpa del Gobierno del lehendakari López no es la identidad vasca real, compleja y plural que existe en Euskadi, sino una identidad depurada de todos los elementos que, al parecer, no le gustan al nacionalismo, producto de una limpieza que conlleva la negación de muchos elementos de la historia de la sociedad vasca, amputándola no pocas veces de lo mejor de sí misma.
No se puede pretender negar la existencia del sentimiento nacionalista, no se puede negar el derecho a la existencia de dicho sentimiento. Sí es necesario, sin embargo, desde una posición de defensa de la democracia como gestión del pluralismo, negar el derecho de ese sentimiento a la exclusividad, negar el derecho de ese sentimiento a la obligatoriedad, negar el derecho de ese sentimiento a proclamarse único representante legítimo de la sociedad vasca. Sólo desde esa negación democrática se abre el espacio a la existencia de sentimientos plurales, se abre espacio a la democracia. En caso contrario nos encontramos en la peor forma de confesionalismo, de confusión de creencia particular y privada -por muy social que sea- con el espacio público de la democracia.
Y como seguimos con estas inercias, con partidos que se consideran al mismo tiempo movimientos porque aspiran y pretenden no ser parte de la sociedad, sino el todo de la sociedad, como seguimos con esta falta de entendimiento de lo que son los principios básicos de la democracia, del Estado de Derecho y de la cultura constitucional, es posible que existan resultados de encuestas como las que se dan en la sociedad vasca, que más que mostrar una fotografía de la opinión pública vasca, muestran una enfermedad vasca basada en la primacía del sentimiento: el mundo nacionalista niega al Gobierno del lehendakari López, al PSE y al PP el pan y la sal, los valora con un cero redondo fruto del sentimiento de que, al no ser nacionalistas, son ‘okupas’. Basta que entre el resto de los ciudadanos se den las proporciones normales de ciudadanos críticos para entender tanto la valoración de los líderes políticos como el nivel de confianza del Gobierno vasco.
Y también desde estas inercias se entiende que haya periodistas y comentaristas que siguen mezclando la transversalidad en la que se fundan políticamente todas las sociedades democráticas con gobiernos de coalición entre nacionalistas y no nacionalistas. Todas las democracias parten de un acuerdo fundacional entre diferentes, de un pacto fundacional que es, por ser un pacto entre sensibilidades radicalmente diferentes, transversal. Y a partir de ese pacto fundacional transversal, da igual si los gobiernos que se formen son de un tipo o de otro, si son monocolores o multicolores, porque la transversalidad está salvaguardada donde debe estarlo, en el pacto fundacional.
No así para algunos entre nosotros: para poder seguir siendo desleales con el pacto fundacional, para poder ponerlo permanentemente en duda, para poder empequeñecerlo, para poder poner en cuestión el pacto político fundacional de la sociedad vasca sin el que ésta no existe como entidad política, sino que existe a lo más como muestra de la división de una sociedad, hay que parchearlo con la exigencia, cuando gobiernan los demás y no cuando gobierna el nacionalismo, de gobiernos mal llamados transversales.
El nacionalismo vasco está sometido a una doble tragedia: sabe que una buena parte de la sociedad vasca se va a resistir a su pretensión de establecer su sentimiento y su idea depurada de la identidad vasca, fruto de una operación de limpieza, como obligatorios para todos los vascos. Y además, aunque quizá no todos lo sepan, está sometido a lo que algunos sociólogos llaman el ‘síndrome de la comunidad autodestructiva’: siempre habrá alguno que sea más limpio, más puro, más ortodoxo que ellos. Y así el nacionalismo vuelve a su raíz: la intransigencia.
Joseba Arregi, EL CORREO, 9/1/2010