Jon Juaristi-ABC
- Por fin, el Culpable de Todo ha adquirido un rostro. Nunca es tarde si el problema se resuelve
Los viejos van convirtiéndose, en todas partes, no sólo en las víctimas preferentes de la pandemia, sino en los chivos expiatorios idóneos para la desastrosa gestión gubernamental de la misma. El Viejo Rey les ha venido estupendamente al Gobierno sanchista, a sus aliados separatistas y a la chusma linchadora de las redes de izquierda para concentrar en su figura toda posible responsabilidad criminal de las múltiples desgracias derivadas de la conjunción astral de pestilencia y despotismo arbitrario. Ahora bien, aunque se demostrara que el Viejo Rey hubiera cometido graves delitos por cobro de comisiones, evasión de capitales y blanqueo, y aunque su conducta privada haya resultado públicamente escandalosa y nos haya granjeado ante el mundo una pésima fama de chiringuito bananero, nada de ello tiene que ver con los muertos del Covid-19 ni con el confinamiento y el cierre de fronteras, ni con la consiguiente ruina económica del país.
Dejando a un lado el hecho de que los socialistas quieran hacer del caso del Viejo Rey un pretexto para doblegar a Felipe VI implicándolo en sus chalaneos y los comunistas intenten convertirlo en el arma decisiva para destruir la Constitución, lo que parece innegable es que ya se ha conseguido poner rostro al estereotipo del Viejo como síntesis de todos los males de la patria. Al igual el Viejo Rey, los viejos españoles, en general, serían parasitarios (cuestan un congo al erario público), estúpidos (enferman con pasmosa facilidad, no saben cuidar de sí mismos y causan continuos disgustos a propios y ajenos), se vuelven sexualmente disolutos, además de persistir ellos y ellas en un machismo irredimible, y cada día están más feos, sucios y desagradables. Esto, que ha sido siempre y en toda sociedad la convicción más o menos inconfesable de los jóvenes, y que durante la etapa más mortífera de la pandemia empezó a expresarse sin pudor alguno (para qué van a ocupar estos carcamales las camas de hospital que necesitan los ciudadanos verdaderamente útiles y benéficos), ha conseguido finalmente su icono. La víctima preferente puede volverse ya sin problemas víctima propiciatoria. Si durante la fase cero y la primera y segunda fases del estado de alarma era aún legítimo deplorar el exterminio de la generación que hizo posible la transición a la democracia, ahora, en la desescalada interminable, los muertos por el coronavirus son sólo fachas o rojos traidores que se plegaron a un rey franquista y felón. Es justo que mueran, y por eso Sánchez Pérez-Castejón no va a sus funerales.
Mi querido Félix de Azúa escribió alguna vez que en los jubilados está nuestra única esperanza. Pero es más verosímil, aunque poco más, aquello de Heidegger, lo de que sólo un Dios puede salvarnos. Según Bartolomé Aragón, único testigo de la muerte de Unamuno en la tarde del 31 de diciembre de 1936, las últimas palabras de don Miguel fueron: «¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!». La esperanza en Dios es el grito de la criatura angustiada ante la conciencia de su finitud, pero las naciones también son mortales. A Unamuno consagró en 1953 otro de mis viejos maestros un artículo titulado «Nuestros viejos». En él recogía una frase de don Miguel que se quería profética: «Cuando me creáis más muerto, retemblaré en vuestras manos». Lo que hoy retiembla entre las mías es el libro de don Julián Marías que contiene dicho artículo, pero mi mayor esperanza está en un muchacho de cincuenta y un años con quien hace veinte recorrí Europa inaugurando Centros Cervantes y que hoy defiende con honor la maltratada dignidad de España. Por tanto, ¡viva el Rey!