- ¿Por qué será que a los chavales que llegan de las regiones supuestamente identitarias les encanta la capital de España y no se quieren ir ni de coña?
Madrid, donde tan a gusto nos encontramos tantos llegados de otros parajes, no es –seamos sinceros–la ciudad más bonita del mundo. Aunque la eleven esos cielos y esa luz que a veces te dejan boquiabierto.
Enjoyan la capital de España algunos edificios formidables. Hay muchas calles de un brillo notable, que además lucen cada vez más cuidadas. Y un par de grandes parques que pueden competir a nivel europeo. Y museos sobresalientes. Y el embrión de un moderno skyline de espigados rascacielos de cristal…
Pero también abunda muchísimo barrio hórrido, resaca de la pésima arquitectura que se perpetró en España en la segunda mitad del siglo XX y primeros compases del XXI. Además, no hay mar, algo que los que nacimos a doscientos metros del océano echamos patológicamente de menos (a veces, caminando despistado en mi mundo, me asalta el espejismo de que al final de alguna calle de Chamberí aguarda el mar). Tampoco surca la urbe un río caudaloso y de carácter como el Sena o el Támesis. Por último, sus 35-38 grados del estío crujen la paciencia de cualquiera y su mercado inmobiliario se está volviendo imposible.
Y sin embargo, nadie quiere irse de Madrid. De hecho se ha puesto de moda y cada vez llega más gente, incluido un desembarco de potentados de Hispanoamérica que han impulsado a la estratosfera los precios de los pisos.
Cuando los jóvenes Vargas Llosa y García Márquez llegaron a España a comienzos de los setenta, ¿dónde se instalaron? En Barcelona. Hoy probablemente no lo harían. Hubo un tiempo, en los sesenta y primeros setenta del siglo pasado, en que Barcelona encarnaba la vanguardia de modernidad en España y se erigía como nuestra meca del arte, la industria editorial, la moda y el cine. Pero se la cargaron con la obcecación separatista, con el ensimismamiento pueblerino. Hoy la única ciudad española que compite realmente en la liga planetaria de las grandes metrópolis es Madrid, que se está convirtiendo en tal fenómeno que succiona lo mejor del capital humano emergente del resto de las regiones.
Lo que observo en mi entorno es concluyente. Todos mis amigos y conocidos gallegos que han enviado a sus hijos a estudiar a una universidad madrileña se encuentran con el mismo fenómeno: los chavales ya no quieren volver a Galicia. Lo mismo observo en la redacción de El Debate, donde trabajan excelentes profesionales jóvenes llegados de media España. No volverán a sus ciudades de origen.
¿Por qué gusta tanto Madrid? ¿Por qué quiere quedarse la gente? Le he dado muchas vueltas y si lo tuviese que resumir en dos palabras creo que serían libertad y oportunidades.
El modelo autonómico ha acrecentado el localismo, la tendencia a no mirar más allá de tu provincia y a pensar que todo se acaba en ella. La educación se ha vuelto ombliguista, magnificando lo propio en lugar de la gran historia común. Mandatarios sin el menor interés, cuyos nombres apenas se conocen fuera de las fronteras regionales, se convierten en protagonistas omnipresente de la información. Los medios locales, incluidas la cansinas y adoctrinadoras televisiones autonómicas, presentan cualquier fruslería local como si fuese a cambiar el curso del Amazonas. Y todo eso supone un atraso y una pesadez, en especial para quienes tienen todavía toda su existencia por delante.
Madrid gusta porque nadie se mete en tu vida (de entrada, porque no les importa, somos demasiados para fijarse). Madrid gusta porque nadie te exige alardes identitarios. Madrid gusta porque mezcla todas las Españas y todas las Américas, en un crisol donde no hay espacio para resabios hiperlocalistas. Madrid gusta porque impera una fiscalidad razonable (dentro de lo que permite el sanchismo), oportunidades laborales, una vida callejera segura y animada y porque nunca se te acaba. Madrid gusta porque es España en su mejor formato y el lugar donde ocurren las cosas.
Cada vez hay más jóvenes, en especial en las regiones presuntamente identitarias, que están hasta las meninges de califas locales, visiones miopes, rodillos de lenguas regionales y exaltaciones de lo micro. Desean disfrutar del gran mundo, y hoy, con todos sus problemas y defectos, ese tren pasa por Madrid, la nueva locomotora de España. No tiene mar, pero tiene el tonificante oleaje de su gente y ondea la bandera de playa abierta a todos.