Si a alguien, en su ingenuidad, le cabía alguna duda acerca de la voluntad del nacionalismo gobernante en el País Vasco para llevar adelante su pretensión de independencia, los discursos del Aberri Eguna no han podido ser más elocuentes: el plan de Ibarretxe, bajo la retórica pervertida de su lenguaje, no contiene otra cosa que un llamamiento insurreccional a la secesión.
El nacionalismo se reencuentra así con sus esencias originarias, que hasta el pacto de Lizarra parecían sólo patrimonio de ETA, y parece dispuesto a llevar a efecto el compromiso que, en 1893, en «El discurso de Larrazábal», enunciara Sabino Arana: «levantando el corazón hacia Dios, ofrecí todo cuanto soy y tengo en apoyo de la restauración patria, … disponiéndome, en caso necesario, al sacrificio de todos mis afectos, la hacienda y la misma vida».
La economía política del nacionalismo parece reflejar este compromiso, aunque hay que matizar inmediatamente que, si bien el fundador estaba dispuesto a la privación personal, sus sucesores actuales más bien parecen inclinados a ofrecer la hacienda y la vida de los demás, la de los vascos de a pie, antes que la suya propia. Esa economía política se asienta en cuatro premisas que, como tantas veces ocurre en el abigarrado pensamiento de quienes la predican, aúnan, sin solución de continuidad, certezas y falsedades.
La primera alude a la idea de que los procesos de desarrollo económico son irreversibles. Si hoy gozamos de un buen nivel de bienestar, se piensa, lo mismo ocurrirá en el futuro, sean cuales sean las condiciones institucionales y la organización social que se establezca. Para el nacionalismo, contra toda la evidencia que pone sobre el tapete la historia económica, incluso la referida al propio País Vasco, no es posible la regresión, el declive industrial, el retroceso en el nivel comparativo de desarrollo.
La segunda se deriva de una hipervaloración de la capacidad competitiva de la economía y de las empresas vascas, lo que no se compadece ni con su deficiente base científica y tecnológica -a pesar de los esfuerzos que, en este terreno, ha desplegado el Gobierno Vasco-, ni con el hecho manifiesto de que, en los últimos veinte años, en los que la política autonómica ha estado comandada desde el PNV, la región haya perdido una buena parte de su atractivo para el asentamiento de nuevas actividades productivas, lo que ha quedado reflejado en el retroceso de su participación dentro de España, tanto por lo que se refiere a la población -que ha descendido desde el 5,7 hasta el 5,1 por 100, entre 1981 y 2001-, al empleo -que lo ha hecho desde el 6,1 hasta el 5,5 por 100- y a la creación de riqueza (PIB) -que partiendo de un 7,3 por 100 se ha quedado por debajo del 6 por 100.
La tercera se asienta en la falsa idea de que, como ha dicho con machacona reiteración Xabier Arzalluz, «los vascos no necesitamos para nada la relación con España». Falsa porque dos tercios de las importaciones del País Vasco proceden de las demás regiones españolas, porque a éstas se orienta el 55 por 100 de sus exportaciones, y porque, en suma, el efecto de la proximidad entre Euskadi y el resto de España hace que sus mutuas relaciones comerciales sean veinte veces más intensas que las que se establecen entre el País Vasco y cualquiera de las demás naciones del mundo.
Y la cuarta concierne a la vana ilusión de que, al separarse de España, el País Vasco no quedará segregado de la Unión Europea. Contra toda lógica política y contra el más elemental análisis de los tratados constitutivos de la Unión, los nacionalistas afirman que es posible ser una nación independiente sin que nada cambie en cuanto a las instituciones que regulan y ordenan las relaciones económicas del País Vasco dentro del espacio europeo.
Digámoslo con claridad: si el País Vasco se independiza de España, entonces dejará de ser un socio de la Unión Europea. Y, al ocurrir esto, entonces aquel acto de secesión dejará una secuela de costes económicos que encaminarán al País Vasco hacia su definitiva postración, que empobrecerán a la población y que harán retroceder a sus territorios a aquel período histórico en el que una buena parte de sus naturales tenían que emigrar para poder ganarse el sustento cotidiano.
Cuatro son los planos en los que esos costes acabarán manifestándose. El primero es el de la reducción de la actividad económica y del empleo. Las empresas vascas, como fruto de las barreras exteriores de la Unión Europea que tendrán que atravesar, verán reducidas sus ventas.
Además, las mejor situadas en el mercado español, acabarán marchándose para no perderlo. Y, como resultado, según mis estimaciones, se producirá un descenso en el Producto Interior Bruto de entre el 10 y el 20 por 100, una destrucción de entre 90.000 y 178.000 puestos de trabajo y una elevación de la tasa de paro que acabará situándose entre el 19 y el 30 por 100.
El segundo es el coste de constituir un nuevo Estado y ejercer las competencias expresivas de su soberanía, principalmente las referidas a las relaciones internacionales, la defensa, la justicia y la regulación y supervisión monetaria y financiera.
Este coste tiene dos elementos. Por una parte, la renuncia al saldo fiscal positivo que, como resultado de la diferencia entre la aportación de impuestos y el gasto del estado en la región, el País Vasco recibe del resto de España, cuya cuantía puede estimarse entre un 3 y un 6,6 por 100 del PIB -o sea, entre 1.200 y 2.600 millones de Euros en el momento actual-. Y por otra, el gasto adicional que supone desarrollar las aludidas competencias, cuyo valor puede llegar a unos 400 millones de euros al año, y cuya financiación, si se aborda desde la fiscalidad directa, requerirá una elevación del impuesto sobre la renta del orden del 9 por 100.
El tercero es el coste del desequilibrio entre los ingresos y gastos de la Seguridad Social que inevitablemente se derivará de la menor actividad y del aumento del desempleo. Ese desfase puede oscilar, según los escenarios, entre 660 y 1.700 millones de Euros al año; y para financiarlo se necesitará aumentar las cotizaciones sociales entre el 3 y el 7,6 por 100, encareciendo así el factor trabajo y contribuyendo a deteriorar la posición competitiva de las empresas.
Y el cuarto es el coste del abandono del euro al constituirse un nuevo patrón monetario vasco. Éste, bajo la presión de fuerzas contradictorias, será difícil de manejar, estará sujeto a tensiones especulativas y acabará trasladando una severa incertidumbre a las empresas. El resultado de todo ello no será otro que el empeoramiento de los negocios, que dará así un impulso adicional en el ciclo depresivo de la economía.
En resumen, la promesa del plan Ibarretxe, su llamamiento independentista, su viento de secesión, lejos de ser un proyecto ilusionante es más bien el atisbo de un fracaso que, con toda seguridad, acabará arruinando la hacienda y, tal vez, la vida de los ciudadanos vascos. Las visiones paranoicas de la nación, los sueños excluyentes de la identidad, los delirios de la raza conducen a esto. Por ello, en el momento en el que llega la hora decisiva, debemos recordar con Imre Kertész esa lección fundamental del siglo XX: «el sentimiento nacional… ya no contiene un pensamiento creativo, un elemento positivo…, el nacionalismo no es hoy en día más que una de las múltiples caras de la destrucción, un rostro repelente».
Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense, ABC, 3/5/2003