Álvaro Delgado-Gal, ABC, 17/10/12
«Nos aproximamos a una situación inédita que interesa a la Constitución, interesa a los territorios e interesa a los partidos. Lo que venga será verdaderamente distinto, aun en el caso, claramente deseable, de que no se produzca una ruptura: ni catalana,
DENTRO de unas semanas Artur Mas convocará, por vía ordinaria, unas elecciones autonómicas que son mucho más que autonómicas. Constituyen, en realidad, la primera mitad de un referéndum cuyo desenlace en diferido podría ser la secesión de Cataluña. Estoy convencido de que una mayoría de los catalanes no desea la independencia, quiero decir, no la desea de verdad, con todas sus consecuencias y complicaciones. Pero el cuadrante noreste atraviesa muy mal momento, la gente anda mohína, y Mas, en un rapto de demagogia que no admite vuelta atrás, ha cifrado en la desagregación el remedio de todas las minusvalías que afligen a su tierra. No es fácil anticipar de qué lado se vencerá la mayoría de los ciudadanos. Imaginemos que usted padece reuma, que está perdiendo la dentadura, y que cada mañana, al pasarse el peine por la cabeza, se le queda media cabellera enredada en las púas del peine. Viene alguien y le ofrece una píldora que lo dejará hecho un chaval. Y no lentamente y después de muchas tomas, sino de repente, a la primera ingestión. A lo mejor, usted no se resiste a la píldora. Ese es el primer peligro, el inmediato, que nos deparará noviembre. Pero hay otras muchas cosas, ninguna de ellas buena.
En esencia, y sea cual fuere el resultado del 25N, el episodio catalán liquida el periodo político que se inició en el 78. Cabe defender esta conclusión melancólica acudiendo a dos argumentos muy distintos. El primero es de carácter, por así llamarlo, hidráulico. Los catalanes reclaman, y reclaman con razón, el mismo trato fiscal que los vascos. En sus inicios, el Concierto Económico fue un mecanismo pensado, no para que los vascos no pagaran con arreglo a su PIB per cápita, sino con el fin de saldar cuentas con Madrid conforme a procedimientos peculiares y autorizados por tales y cuales antecedentes históricos. En la práctica, ha derivado en una fórmula opaca en virtud de la cual un vizcaíno o guipuzcoano aporta a la España complementaria menos que un valenciano o un madrileño y recibe más prestaciones públicas que estos últimos. El truco consiste, hablando a la pata la llana, en no estar sujeto a las mismas obligaciones que el resto de los españoles y sí a las ventajas que confiere ser español. No importa un ardite que Pujol haya desdeñado en tiempos el modelo del Concierto. Ni que “concierto”, en teoría, no sea sinónimo de “privilegio”. Lo que importa es que se ha convertido en eso, en un privilegio, cuya extensión a Cataluña provocaría que el Estado actual fuera infinanciable. El acomodo del 78, más su desarrollo perverso, más la comprensible emulación de los catalanes, habían abocado ya a la nación a un cul-de-sac prospectivo desde hace muchos años. El invento estaba agotado, y solo hacía falta esperar un rato para que se encasquillara del todo. Un motor que está a la vez encendido y gripado suele reventar. Es lo que está a punto de ocurrir.
El segundo argumento es moral. La Constitución se montó, entre otras cosas, con el designio de alojar establemente a los nacionalistas. Sería infantil negar que estos han hecho justamente lo contrario de lo que habían previsto los padres constituyentes: se han valido de los resquicios que ofrecía la Constitución para sentar las bases de la independencia. Nos hallamos ya en los umbrales. La muy costosa organización autonómica no ha servido a su propósito y es inevitable por tanto que entre en crisis, como la haría el tinglado que llamamos «paraguas» si la lluvia, por el motivo que fuere, en vez de caer de arriba abajo diera en dispararse de abajo arriba. Así de simple. Y así de calamitoso.
Mientras tanto, en Madrid, se intenta atenuar la calamidad menudeando palabras. Una de las más populares, máxime en los círculos socialistas, es la de «federalismo». Existen diversas concepciones del federalismo, y existen países federales que funcionan bien. Pero estas construcciones teóricas y distantes solo sirven como señuelo para que los políticos, que no son profesores de Derecho Constitucional, se pongan a hablar después de otras cosas. Nos encontramos, a la postre, con que Cataluña no tendría que transferir renta ni renunciar a emancipaciones futuras y un tanto gaseosas, que los nacionalistas resumen aludiendo a sensaciones casi fisiológicas —«sentirse cómodos en España»— y muchos que no son nacionalistas parecen admitir en nombre de la concordia y la preservación del régimen en su configuración presente. Por desgracia, nada de esto es realista, si por «realismo» ha de entenderse un programa de acción viable en el largo plazo. Consideremos el famoso federalismo asimétrico, tan del gusto de los socialistas catalanes y asumido recientemente por Carme Chacón, una candidata seria a convertirse en la secretaria general del partido. ¿En qué dejaría este federalismo sui generis al PSOE? En una fuerza que defiende la exención fiscal en una de las regiones más ricas y populosas de España, y apoya la subvención en Andalucía. ¿Es esto posible? No, no lo es, primero por razones aritméticas, y segundo, por razones políticas. Todavía más inane que el equívoco federalista, o lo que sea, es la especie de que el fermento catalán se calmaría aumentando las inversiones en la región. Esto, repito, es inane; primero, porque no hay mucho que dar —conforme al parámetro centro/periferia, la redistribución, en España, resulta ser más generosa que en muchos países federales—, y sobre todo, porque Mas ya no está en eso. Artur Mas persigue otra cosa, y si fracasa esta vez, otros volverán a las andadas en tanto se mantenga el proceso de eventración del Estado que comenzó hace decenios y que ahora ha adquirido fuerza y velocidad. Hemos tocado el límite de elasticidad del sistema. Por muchos molinetes que hagamos con la sombrilla, solo lograremos mantenernos un rato sobre el alambre.
Resumiendo: nos aproximamos a una situación inédita que interesa a la Constitución, interesa a los territorios e interesa a los partidos. Lo que venga será verdaderamente distinto, aun en el caso, claramente deseable, de que no se produzca una ruptura: ni catalana, ni vasca ni de ninguna otra especie. Lo más probable es que la estructura futura del Estado no consienta términos intermedios. O desaparecen los territorios en su acepción actual, con regímenes específicos —y un grado limitado de autogobierno— para los históricos, o se va provisionalmente a una confederación, y después, Dios dirá. La coyuntura histórica tampoco ha sido propicia. En los tiempos en que se pudo hacer algo, y no se hizo, los españoles retrasaron decisiones necesarias en la confianza de que una sublimación europea redimiría al país de sus disensiones internas. Detrás de esta composición de lugar no existía un análisis riguroso: solo el pálpito de que nos salvaría una vorágine supranacional, como nos salvó de formas autoritarias, muerto ya Franco, el hecho comúnmente admitido de que la democracia era el camino único hacia los mercados y la homologación con Europa. Ahora hay que decidir sin garantía alguna de que el continente grane y nos ahorre el trabajo de ponernos en orden nosotros mismos. Con una ironía final. A una quiebra interior española, podría suceder una «default», y a esta, el derrumbe del euro. Un quid proquo, que dirían los latinos. Un horror digno de la noche de Halloween. La cual, como todo el mundo sabe, se celebra, como quien dice, a la entrada de noviembre.
Álvaro Delgado-Gal, ABC, 17/10/12