El Correo-ANÁLISIS KEPA AULESTIA
Hay un punto de desesperación en la refriega electoral. Todos los líderes parecen dispuestos a jugársela el 28 de abril. Nada más elocuente que la confección dirigista de las candidaturas
Los resultados de las elecciones generales de 2015 permitieron a Pablo Iglesias anunciar el final del ‘régimen del 78’. Hoy hasta Podemos necesita aferrarse a lo que daba por derruido hace tan solo cuatro años. El panorama ha vuelto a cambiar respecto a la aparición de la «nueva política», sin dar tiempo a que ésta accediera al gobierno de las instituciones. Las declaraciones de la cabeza de lista del PP por Barcelona, Cayetana Álvarez de Toledo, señalando que el ‘procés’ es más grave que el 23-F, demuestran que los vientos de revancha no soplan porque haya gente tratando de ganar guerras de hace 80 años, como ha manifestado Aznar, sin un ápice de empatía hacia los perdedores de entonces. Soplan heladores porque, frente a quienes hace cuatro años entendían que la Transición se había quedado corta, aflora la acritud de quienes vienen a decirnos que la democracia del 78 pecó de manga ancha.
El socialismo de Pedro Sánchez afrontó las elecciones de 2016 –seis meses después de las anteriores– comprometiéndose a impulsar la reforma de la Constitución para ensancharla en derechos sociales y de ciudadanía, y consagrar el Estado federal. Lo hizo a pesar de que la fragmentación partidaria y la concurrencia de fuerzas divergentes al respecto impedían el consenso preciso para llevar a cabo tal reforma. Hoy esa divergencia es aún más acusada. Hace tres años, la Constitución de 1978 y los estatutos de autonomía podían representar el mal menor con el que había que conformarse a falta de algo mejor. Hoy es el bien a preservar frente a propósitos reaccionarios e involucionistas que, en el mejor de los casos, pretenden una interpretación restrictiva del marco constitucional. Un ejercicio de ucronía podría llevarnos a pensar que lo que está ocurriendo obedece en gran medida a que se desaprovechó el tiempo en que, tras treinta años de Carta Magna, el bipartidismo PP-PSOE pudo explorar las posibilidades de su actualización. Pero la realidad fue muy otra.
Lo que se oye estos días en boca de las derechas sin complejos guarda relación con los episodios más agrios de la conflagración que se desató entre el PP y el PSOE en la segunda parte de la década de los 90, en la alternancia de Felipe González a José María Aznar, y especialmente tras el horror del 11-M, cuando toda una trama de conspiradores urdió la ‘teoría de la conspiración’ que evocan todavía. Un ensayo del tremendismo al que hoy recurren las derechas sin complejos; como si las hipérboles propias del período electoral justificaran hasta las medias verdades y las mentiras más descaradas. Como si la defensa de la nación permitiera despreciar a los mortales que tratan de vivir en libertad, y hubiera mandamientos morales que obligaran a las personas, distintas en su albedrío, a atenerse a un patrón coercitivo.
La coincidencia en el tiempo de la doble ‘caída’ de Rajoy, el ascenso y posterior declive de Ciudadanos en las encuestas y la conversión de Vox en una fuerza parlamentaria ha ido desplazando el centro de gravedad del centro-derecha español hacia un extremo del espacio político. La idea de reunificar todo ese espectro bajo una misma sigla asomó al tiempo que Aznar imputaba a su sucesor las culpas de esa división en tres, y Casado se hacía con las riendas de su partido. Olvidándose todos ellos de que el PP fue una excepción irrepetible en su unicidad. Lo que tampoco concede a Pedro Sánchez la franquicia del centro, puesto que se ha achicado en la confrontación a cuenta de la crisis catalana.
Ayer Pablo Casado se perdió en su hiperactividad, hasta situar a Getxo en Gipuzkoa. Aunque se perdió más al advertir de que «no se puede seguir descentralizando el Estado» cuando es el momento de afianzar «la nación». Pero sus señales indican por dónde van las cosas en la España constitucional. Nadie puede ir de sobrado ante semejante panorama, porque no se vislumbra una mayoría tan amplia y cohesionada como para operar cambios en sentido diametralmente opuesto. Hay un punto de desesperación en la refriega electoral. Todos los líderes parecen dispuestos a jugársela el 28 de abril. Nada más elocuente que la confección dirigista de las candidaturas. Aunque todos sepan que solo ganarán dos. Quien se haga con la presidencia del Gobierno y Vox, que no tiene nada que perder. Únicamente el milagro de una Cataluña libre de la obsesión independentista podría devolvernos a la razón.