MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

  • Apartarse del respeto al Estado de Derecho lleva a caer de bruces en la ley de la selva y a desatar una violencia sin límite

Una de las primeras medidas que tomó Joe Biden tras jurar el cargo de presidente fue la de firmar una ley que declara los linchamientos como crímenes de odio y delitos federales (no varían según el Estado en que se produzcan). Lleva el nombre de Emmett Till, quien tenía solo 14 años cuando fue linchado en 1955. Ocurrió en Misisipi, adonde había viajado desde Illinois para ver a unos primos suyos. Piropeó a una joven blanca. Al volver a casa el marido, su mujer le informó de que un negro la había requebrado. Encolerizado, el hombre juntó a su cuadrilla, localizaron al niño, lo vapulearon y lo mataron, después descuartizaron su cadáver. Los culpables de tamaña fechoría no tardaron en ser detenidos, pero al poco fueron absueltos por un jurado popular.

Con casi dos siglos y medio de existencia, el término ‘linchamiento’ procede del revolucionario virginiano Charles Lynch, quien fue verdugo y no víctima. En la Guerra de la Independencia, Lynch encabezó la captura de una partida de lealistas (partidarios de la Corona británica) que, tras ser puestos a disposición judicial, quedaron libres. Él decidió que eso no podía quedar así y los ahorcaron impunemente.

Apartarse del respeto al Estado de Derecho lleva a caer de bruces en la ley de la selva. Así pasó con el alemán Robert Prager. En 1905, con 17 años, llegó a Estados Unidos y se instaló en Illinois; sus padres no se movieron de Dresde. Trabajó de panadero, pasó por la cárcel por robo y luego se hizo minero. Tenía 29 años cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial (1917), y a los extranjeros se les ofreció obtener la nacionalidad si se alistaban. Prager intentó entrar en la Marina, pero fue rechazado por motivos médicos.

Al acabar ese año, un periódico local promovió el acoso a todo alemán o austríaco en Estados Unidos, pues «a menos que se sepa tras años de asociación que es absolutamente leal, debe ser tratado como un espía potencial». Ya en 1918, en una atmósfera de exaltación nacionalista y de odio xenófobo, a Prager se le impidió adscribirse al sindicato minero y se le conminó a irse del pueblo. Él, hombre discutidor y dado a la pendencia, fue pegando papeles donde se declaraba proamericano y decía que era alemán solo por accidente. De nada le sirvió.

Aquella noche, un grupo de mineros le fue a buscar a su casa y lo sacaron a la calle descalzo y envuelto en una bandera estadounidense, lo obligaron a caminar y a cantar canciones patrióticas. Lo fueron zarandeando y escarneciendo en una ronda a la que se unieron varios centenares de personas. La Policía detuvo aquel ceremonial y se llevó al pobre apaleado a la cárcel para protegerlo. Prosiguió un multitudinario asedio, una masa enfurecida insultó a la Policía y al alcalde de traidores y proalemanes. Mediante una añagaza, el sheriff pretendió que se escapara, pero no fue posible. La masa, indignada y frenética, entró en la comisaría, cogió a su presa y la devolvió a la calle.

La apoteosis final iba a consistir en verterle alquitrán encima y emplumarlo. Al no tener a mano alquitrán, alguien propuso una soga. Tras dos o tres horas de tortura, su suerte estaba echada. Se le concedió escribir una nota a su familia alemana: «Queridos padres, debo morir este día 4 de abril de 1918. Por favor, recen por mí, mis queridos padres», fue lo que garrapateó. Acto seguido lo ahorcaron, tenía 30 años recién cumplidos.

Hubo diez detenidos como cabecillas del linchamiento, se presentaron al juicio portando lazos rojos, blancos y azules, y su abogado habló de ‘acción patriótica’. El juicio no duró ni media hora y se les declaró ‘not guilty’, inocentes. Una sentencia que fue celebrada por las autoridades locales exponiendo la satisfacción generalizada del pueblo por haberse desprendido así de un traidor: «La lección de su muerte ha tenido un efecto saludable en los germanistas de Collinsville y el resto de la nación».

Aquella pesadilla demencial se reproduce sin cesar, cada día, no importa que no la contemplemos. ¿Cómo se puede llegar a estos comportamientos? Una idea obsesiva se apodera de las mentes de individuos que, unidos por una certeza acusadora, no necesitan pruebas para desatar una violencia sin límite: tortura y muerte.

Hace veinticinco años el neurocirujano y psiquiatra Itzhak Fried planteó el ‘síndrome E’ (aún no reconocido en el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales). Se trata de un cuadro de síntomas que transforma a individuos de apariencia tranquila en violentos. Mantienen las capacidades intelectuales, tienen contagio grupal y anestesia emocional (insensibilización a la violencia); combinan, pues, una regresión afectiva y conductual con habilidades maduras. Hay un lenguaje totalitario cuyas palabras se apoderan de los hombres y bloquean sus mentes, sometidas a productos de eslóganes.

Para prevenir la barbarie humana, no hay otra arma que la idea de persona.