LIBERTAD DIGITAL 01/07/15
MIKEL BUESA
En este tiempo agitado en el que las opciones partidarias antisistema pugnan por hacerse un hueco en el ejercicio del poder, asistimos a una creciente y peligrosa escalada de la violencia política que, de momento, se mantiene en el terreno simbólico pero que amenaza con traspasar la delgada frontera que separa ese ámbito del de la violencia física. Hemos visto así los mensajes difundidos por los concejales madrileños Zapata y Maestre, y por otros muchos cargos institucionales vinculados con Podemos, Compromís, la CUP y otros partidos de esa cuerda, en los que se amenaza, se menosprecia y se agrede verbalmente a personas concretas -a las que incluso se pretende fusilar o guillotinar-, así como a determinados grupos sociales, a los que se asigna el papel de chivos expiatorios de futuras o potenciales venganzas.
Lo característico de toda violencia, más allá de cualquier consideración material o moral, es la existencia de víctimas; es decir, de personas concretas que sufren las consecuencias físicas o psicológicas de su agresión. El catálogo de éstas es extenso y recoge todo tipo de daños corporales, así como los sentimientos de miedo, vulnerabilidad, fragilidad e impotencia que acompañan a cualquier ruptura de la solidaridad esencial que los seres humanos nos debemos. Las víctimas son el indicador de cualquier violencia, pero no todas las víctimas, como no todas las violencias, son iguales. Porque las hay que soportan el merecimiento de sus propias acciones, como por ejemplo aquellas que son objeto del castigo que infligen los jueces a los autores de los delitos; y las hay que, sin ser portadoras de ninguna culpa, expían los ilusorios agravios de quienes les causan daño. Estas últimas son, precisamente, las víctimas de la violencia política, porque lo característico de ésta, sea física o simbólica, no es que se ejerza sobre quien es responsable de determinados hechos sino sobre quien pueda ser tomado por los demás como un espejo en el que mirarse para infundirles temor.
Esta distinción es esencial para comprender el asunto de los presos terroristas que ha suscitado esta última semana el líder de Podemos, Pablo Iglesias, en unas declaraciones a la New Left Review. De que esas declaraciones se inscriben en el habitual tratamiento que suelen hacer los amigos de ETA -para quienes la violencia ejercida por esta organización encuentra su justificación en el por ellos denominado «conflicto vasco»- no me cabe la menor duda. Ese tratamiento tiene dos premisas, ambas falsas. La primera, que los encarcelados tienen derecho a estar recluidos cerca de su entorno familiar. Y la segunda, que si se da la circunstancia de que no es así sus familiares sufren una pena adicional que, en la práctica, les impone el Estado.
De la incorrección de la primera de esas premisas da cuenta una simple lectura de las leyes y reglamentos penitenciarios, pues éstos otorgan al Estado la capacidad de determinar en cada caso cuál ha de ser el centro de cumplimiento de las condenas, siempre con vistas a la posible rehabilitación de los reos. En el caso del terrorismo, desde los lejanos tiempos en los que Enrique Múgica ocupó la cartera de Justicia, se ha considerado con acierto que la dispersión de los presos de ETA ayudaría a relajar los controles que ejerce sobre ellos la organización a la que pertenecen. Ello no ha servido, sin embargo, para lograr su desvinculación de esta última, salvo en contados casos, lo que señala la limitación de aquel instrumento para su rehabilitación. Pero tal limitación no impide considerar que cualquier concentración de los reclusos etarras en una sola cárcel, o en unas pocas, próximas o no al País Vasco, convertiría esos establecimientos en centros de acción política de ETA, con el consiguiente perjuicio para los intereses de la sociedad española. La política de dispersión es, en consecuencia, además de legal, esencialmente legítima.
En cuanto a la segunda de las premisas, su falsedad no se deriva de la negación de que los familiares de presos etarras sean personas dolientes -pues a cualquiera se le alcanza que sus circunstancias conducen a ello-, sino de la de que su sufrimiento lo cause el Estado. Los presos de ETA, de acuerdo con las leyes penales, han tenido siempre abierta la posibilidad del arrepentimiento y, con él, la de cumplir condena cerca de su lugar de residencia. Y conviene puntualizar que tal arrepentimiento lo es con respecto a los actos de violencia, sin que tenga connotación ideológica alguna, pues las leyes admiten que se pueda ser arrepentido y abertzale. Por tanto, para sus familiares, son las opciones que libremente adoptan los presos las que ocasionan su dolor.
Pero no nos engañemos, lo que hay detrás de las declaraciones de Iglesias, como también en las pretensiones de ETA, es su deseo de derrotar al Estado. Iglesias no defiende directamente el terrorismo, pero no renuncia a buscar los torticeros argumentos que tratan de colocar a éste en el lado de la victoria. Y si eso llegara a ser así, las violencias que vendrían después abandonarían el terreno simbólico para avanzar sobre el material. Entonces, las guillotinas harían rodar cabezas y las pistolas dispararían los tiros de gracia.