Pocos tópicos políticos tan contrarios a la realidad como aquel según el cual la violencia es inútil y con ella no se consigue nada. Quien la ejerce da por segura la inyección de miedo en sus sujetos pacientes y, con bastante probabilidad, una reacción de cobardía entre sus observadores.
Pocos tópicos políticos tan contrarios a la realidad como aquel según el cual la violencia es inútil, que la violencia no conduce a nada o que con la violencia no se consigue nada. Pues todo indica que infundir miedo mediante la violencia es de las conductas más rentables y, por eso, más tentadoras y recurrentes en la vida social y política a lo largo de la historia. Tan tentadora que el poder público no deja de reivindicar su monopolio y de someter la violencia privada y pública a toda suerte de restricciones. ¿Y de dónde ese atractivo y esa eficacia de la violencia física, si no fuera porque quien la ejerce da por segura la inyección de miedo en sus sujetos pacientes y, con bastante probabilidad, una reacción de cobardía entre sus observadores? Son palabras de Marc Twain: “El hombre común es un cobarde”.
La literatura y el pensamiento de todos los tiempos no hacen sino corroborarlo, como lo indican estas reflexiones de Stefan Zweig en Castellio contra Calvino (Acantilado. 2001). A su entender, el triunfo del agresor llegará por lo general a causa del miedo (y de la pereza que lo acompaña) de casi todos: “El empleo de la fuerza bruta produce sus frutos: como siempre, una pequeña pero activa minoría, desde el momento en que muestra arrojo y no hace economías con el terror, es capaz de intimidar a una gran mayoría…”. Lo que es peor, el miedo engendra su propio celo o emulación. El cobarde exagera su propio miedo y lo contagia a otros, al agigantar el objeto de su temor y así justificar una parálisis que ya nadie podrá reprocharle ante la enorme cuantía aparente del riesgo. Pero también le sirve para protegerse de él por medio de su exageración: “Un terror estatal forjado de manera sistemática y ejercido sistemáticamente paraliza la voluntad del individuo, disuelve y socava cualquier comunidad. Como una enfermedad consuntiva va corroyendo las almas. Y pronto -éste es su secreto último-, la cobardía general se convierte en su ayudante y alcahueta, pues al sentirse cada uno sospechoso hace que los demás también lo sean y, por culpa del miedo, los miedosos se adelantan a las órdenes y prohibiciones de sus tiranos aún con mayor solicitud”. O se abstienen de cualquier gesto crítico hacia ellas.
Pero ese miedo encierra aún otro y ambos se ayudan entre sí. El miedo al poder del autócrata o del terrorista se acompaña del miedo al poder de la sociedad misma. Lo que sabemos con certeza es que el resultado habitual de quien abandona el complaciente círculo de los que sólo miran y se enfrenta por fin a los responsables del daño… es la soledad. Según escribe Zweig, tal es el destino del que no soporta seguir callado y lucha solo por todos y contra todos. Y es que “debido a la inmortal cobardía del género humano, aquel que eleve la voz contra quienes detentan y administran el poder en cada momento, contará siempre con pocos adeptos”. En el mejor de los casos, tal vez con algunos secretos admiradores, pero con escasos seguidores públicos.
Hasta el punto de que, más que el miedo a la muerte o al dolor físico, se diría que lo que retiene al ciudadano común en su pasiva condición es el miedo a quedarse solo o a ingresar en un círculo (de resistentes, de inconformistas) muy poco habitado. Pues no puede olvidarse que requiere más valor enfrentarse a los amigos que a los enemigos, como otros han advertido: “Para defender lo Justo y lo Verdadero, a veces hay que afrontar grandes sufrimientos que pueden llegar hasta la muerte (aunque con el apoyo, continuo y profundo, de seguir siendo amigos de nuestros amigos). Un valor distinto es necesario cuando Verdad y Justicia exigen que nos enfrentemos también a nuestros amigos, nuestros camaradas, nuestros íntimos…”.
Hoy, como siempre, el «héroe» o simplemente el que se distingue por salirse de la fila tendrá que hacer frente al desprecio de la mayoría, al resentimiento de los «normales» que le harán pagar ese abandono que a ellos les denuncia. De suerte que se alinean, de un lado, la creciente soledad de los valientes y, del otro, la correlativa y creciente sociedad de los cobardes.
Aurelio Arteta, PERIODISTA DIGITAL, 31/5/2010