Miquel Escudero-El Correo
‘Botifler’ es una palabra catalana que sirve para calificar a «quien colabora con los enemigos de su tierra». Leo en el Diccionario de la Enciclopèdia Catalana que también es sinónimo de inflado, presumido y arrogante. Lo cierto es que la voz de esta ‘mala cosa’ se estableció hace siglos para aplicársela a los partidarios de Felipe V, nieto del Rey Sol, que tuvo enfrente al archiduque Carlos en su litigio por la Corona de España; ninguno de los dos llegaba a los 18 años de edad. Y aunque el segundo renunció a ese trono en 1711 para ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, la guerra prosiguió tres años más. Si bien Barcelona siempre fue austracista, pueblos como Cervera, Berga, Manlleu, Ripoll y Centelles nunca dejaron de estar del lado borbónico. Fueron ‘botiflers’. A veces, la historia la reescriben los perdedores.
Siempre tontos y a menudo odiosos, los tópicos se concentran para arrojar estigmas sobre los individuos, en virtud de su procedencia y sus inclinaciones. Son declaraciones de enemistad y desprecio; lo peor es que se consientan ampliamente.
El periodista gerundense Albert Soler (quien tiene no ya 8, sino 64 apellidos catalanes) es libertario y divertido. En su libro ‘Un botifler en la Villa y Corte’ dice que el régimen marca como botifler a quien «no se traga el mensaje de la republiqueta», y que molestas sólo por pensar por tu cuenta y en voz alta. Esto le estimula a recrearse con las contradicciones de los de ‘arriba’. Y sabe que los imbéciles con poder son intercambiables, da igual su ideología.
A este ‘mal catalán’ le gusta hablar de lo que sea con cualquiera y sentirse en cualquier lugar como en casa.