Miquel Escudero-El Imparcial
Habiendo aprendido a pensar, como es mi caso, con lo escrito y dicho por Ortega y Marías, es posible alejarse radicalmente de la beatería intelectual que, de forma automática, da por buenos a unos autores y por malos a otros, aún sin haberlos leído nunca. Arrojemos por la borda, pues, los prejuicios heredados.
Leo un libro espeso, De la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843-1844). Su autor es Karl Marx y tenía al escribirlo unos 25 años. Nacido en una pequeña ciudad alemana, cerca de la frontera con Luxemburgo, Marx puso en este texto algunas frases sobre la religión que son interpretadas de forma confusa; hay que decir que más bien las esbozaba como ideas y que, a falta de desarrollo, las dejaba en la penumbra de la hermenéutica.
Me limitaré a espigar algunas de ellas:
“En cierto sentido, la democracia se relaciona con las otras formas de Estado del modo en que el cristianismo lo hace con todas las otras religiones”.
Siendo Marx alguien que reclamaba no engañarse ni resignarse, siguió vinculando lo religioso con lo político:
“La crítica del Cielo se convierte, de esta manera, en la crítica de la Tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política”.
Y, por último, otros dos párrafos que no se pueden mostrar como antirreligiosos al estilo de lo que luego se denominó marxismo- leninismo. El primero:
“la religión es la autoconciencia y el sentimiento de la propia dignidad del ser humano, que o bien aún no la ha ganado, o bien ya la ha perdido”.
La repetidísima frase marxiana la religión es el opio del pueblo se encuentra contenida en estas densas páginas, si bien la resonancia de su significado es muy diferente al ubicarla en sus líneas previas:
“La religión es el quejido de la criatura oprimida, es el corazón de un mundo sin corazón, es el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo”.
Al morir Marx (el mismo año en que nació Ortega), su compatriota Max Weber aún no había cumplido veinte años de edad. Este célebre sociólogo alemán, autor de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, escribió y conferenció sobre la educación superior, dejando unos textos que acaban de reunirse, por primera vez traducidos al español directamente del alemán, bajo el título Universidad y política (Gedisa).
Weber expresaba la primacía de la libertad y la honradez intelectual sobre cualquier otro interés: “Las universidades no pueden enseñar visiones del mundo ‘enemigas del Estado’ ni ‘amigas del Estado’, ni de ningún otro tipo. No son instituciones para la enseñanza de convicciones últimas”. Deploraba la falta de objetividad en la selección del profesorado, por motivos ideológicos, lo que ponía en peligro de corrupción “el carácter de las nuevas generaciones”.
En el ejercicio de su función, decía Weber, el profesor debe aguzar la mirada de sus estudiantes y enseñarles a pensar con claridad, haciendo conexiones científicas sin juicios de valor. Para dejar luego que cada uno de ellos adopte sus elecciones por su cuenta, según su parecer.
En 1919, recién concluida la Primera Guerra Mundial, se planteó la eliminación del Gymnasium, el nombre dado en Alemania a un modelo de Institutos de Enseñanza Media. Weber creía que hoy más que nunca, tras el colapso sufrido con la guerra, resultaba necesario para los nuevos dirigentes, tener un conocimiento sólido del mundo de las ideas de la Antigüedad clásica. E insistía:
“Una cultura intelectual libre de los poderes políticos y jerárquicos patriarcales y tradicionalistas, como solo Occidente ha engendrado, justo por la existencia de esta cultura se luchó, aunque sin plena conciencia de los combatientes en Maratón y Salamina”, batallas contra los persas, efectuadas en el siglo V a. C.
Fijémonos en estas palabras que concentran el interés de luchar por una cultura libre de los poderes, como una aportación de Occidente: ‘aunque sin plena conciencia de los combatientes’, una conciencia que siempre se escurre al vivir. Como decía Ortega: el destino concreto del ser humano es la reabsorción de la circunstancia, captar las derivaciones de lo que hicimos y vivimos sin tener plena conciencia de su repercusión.