El mensaje oficial, el nuevo lenguaje, nos impone el ‘nuevo orgullo patrio’, NOP, como señal de lealtad. Es una buena herramienta para marear realidades y criterios. Para promover proezas y esconder bajezas. Quien se revuelva apenas encontrará cobijo.
Entre los fenómenos más tristes y patéticos surgidos en los últimos años en España, al abrigo de ese casticismo ye-yé que el progresismo sentimental nos ha deparado, está el nuevo orgullo patrio (NOP). Es curioso cómo ha cundido de nuevo este orgullo patrio. Como todos los anteriores, es buena herramienta para marear realidades y criterios. Para promover proezas y esconder bajezas. Pero, como todo lo moderno, esta nueva fórmula de cocción de las emociones patrias requiere menos esfuerzo, menos sacrificio, menos fe. Apenas necesita condimento. En realidad, este orgullo patrio no requiere nada sino ganas de utilizarlo con decisión y contundencia y cada vez para cosa distinta.
Es una combinación virtuosa de la motivación de los intereses más mundanos con la procacidad más gloriosa en justificarlos con un bien común que, en sentido estricto, sólo se refiere por supuesto a los beneficiarios del mismo. Pero es ya característica de nuestra política exterior, instrumento para la política interior y, algunos por desgracia en el exterior comienzan a pensar, más bien carácter nacional. El NOP es la casulla de pensamiento que el Gobierno de España va imponiendo al aparato del Estado. Está copiado, seamos humildes los recién llegados, de los nacionalismos periféricos peninsulares. Ha sido plenamente interiorizado por todo el movimiento de la antigua izquierda, del izquierdismo new-age, del activismo antisistema y de todos los que se quieran sentir bien bajo ese techo común que ofrece, incluidas muchas tendencias procedentes del pensamiento político presumiblemente sano. Tiene la ventaja de que se ensambla con facilidad con cualquier otra emoción y es aplicable a cualquier discurso que se elija, desde la Constitución europea o el despliegue de tropas españolas en el exterior a un pregón de Zerolo en las fiestas del barrio de Chueca o las disquisiciones de una ministra sobre la perversión del lenguaje, nuestro o de los cátaros.
Se nos avisó desde la cúspide del poder que la crítica y la falta de entusiasmo en la valoración de nuestros privilegios como pueblo gobernado por gente buena eran manifestaciones antipatriotas. Todos deberíamos haber concluido correctamente que ante una nueva definición de patriotismo, la primera que se nos planteaba desde la transición, había que estar alerta. Pero no. Muchos españoles siguen sin comprender que nuestro NOP ya nada tiene que ver con el legítimo orgullo de pertenencia a una España antigua, moderna y capaz, sino a nuestra displicencia hacia los demás desde unas cumbres ideológicas tenebrosas que nunca hemos pretendido escalar. Da igual. La Unión Europea se plantea una reforma del horario laboral: esclavistas. Sarkozy plantea un cambio de sus leyes de pensiones: capitalista vendido.
Berlusconi intenta paliar el inmenso problema de la inmigración ilegal: fascista. Merkel rechaza la Alianza de Civilizaciones con los líderes integristas de Irán: anticomunista y proamericana de origen. Estados Unidos es un pozo del mal sin fondo como bien demuestra Bush, aunque Obama quizá lo redima. Pero buenos, buenos, sólo lo somos aquí. Queda dicho. El mensaje oficial en el nuevo lenguaje nos impone el NOP como señal de lealtad. Quien se revuelva apenas encontrará cobijo.
Hermann Tertsch, ABC, 17/6/2008