Juan Carlos Girauta-ABC
- «Ha llovido mucho. España ya no está en ambos hemisferios, no existe por debajo de la línea del ecuador. Si tomamos como línea divisoria el meridiano, seguimos en el mismo hemisferio occidental ocupando, pese a nuestras considerables dimensiones, una cuarentava parte de lo que fuimos como Imperio»
Tal día como hoy, hace 210 años, promulgó España su primera Constitución. El Estatuto de Bayona había sido una carta otorgada, no se aprobó en España ni mucho menos surgió de la nación española. Pese a los brevísimos periodos en que estuvo vigente, la luz de la Pepa aún nos alumbra. Ahí irrumpió en la historia nuestra nación, entendida como pueblo soberano, a través de su memorable Artículo primero: «La Nación Española es la reunión de todos los Españoles de ambos Hemisferios».
Los procesos de emancipación la fueron diezmando hasta el gran desastre de 1898, cuya amargura arrastrarían generaciones de intelectuales. La primera derogación de la Pepa llegó en 1814 de la mano del Rey felón. Las propias emancipaciones no habrían sido posibles sin la bajeza de Carlos IV y de Fernando VII, culpables de un vacío de poder que solo el pueblo remedió enfrentándose a las tropas de Napoleón. De las ‘juntas’ con que se llenó el vacío, extendidas a América, saldrían nuevos poderes que los criollos ya no abandonarían. Sí, los criollos; no fueron precisamente los indígenas españoles los impulsores de las independencias.
Ha llovido mucho. España ya no está en ambos hemisferios, no existe por debajo de la línea del ecuador. Si tomamos como línea divisoria el meridiano, seguimos en el mismo hemisferio occidental ocupando, pese a nuestras considerables dimensiones, una cuarentava parte de lo que fuimos como Imperio. También somos Occidente en otro sentido más interesante: poseemos una democracia liberal. El principal garante de que sigamos así es nuestra pertenencia a la Unión Europea más que nuestra voluntad. No parecemos hoy tan decididos a defender las libertades como la generación que las trajo.
No solo actúan aquí las fuerzas que empujan a la democracia liberal hacia formas desvirtuadas, hacia la autocracia, hacia el desdibujamiento de rasgos definitorios del Estado democrático de Derecho: la división de poderes, la igualdad ante la ley. Puede considerarse un fenómeno occidental el paulatino abandono del principio de igualdad liberal en pos de un ‘principio de equidad’ que se traduce en la práctica en un sinfín de discriminaciones ‘positivas’. Cada una de ellas discrimina negativamente a cuantos no pertenecen a este o a aquel grupo identitario. Quizá convenga recordar aquí el problema del feminismo de cuarta ola, que se está imponiendo al feminismo de resultados. El nuevo feminismo borrará a la mujer en la misma medida en que avance la autodeterminación de género. Acaso convenga subrayar también, como tantas veces, lo evidente: la mujer no pertenece como tal a ningún grupo minoritario, pues tiende a ser la mitad de cualquier población grande. Cosas de la ley de los grandes números. No incluyo por tanto, si es que hace falta aclararlo, las verdaderas políticas feministas entre las formas de discriminación positiva de grupos identitarios. En las fórmulas de conciliación inteligentes está la solución a los problemas que siguieron ahí una vez la igualdad ante la ley fue un hecho, y también una vez tal principio incorporó la aplicación de políticas de igualdad de oportunidades.
Voy a insistir: no es un fenómeno puramente español, ni de lejos, el escamoteo del principio de igualdad clásico para convertirlo en principio de equidad, entendido como la discriminación sistemática para corregir sesgos. Algo incompatible con la igualdad liberal, como saben mejor que nadie los teóricos de las causas identitarias. Sí destaca España, por desgracia, en otra modalidad de liquidación de la democracia: la instauración de diferentes estatus para diferentes territorios. Por emplear la expresiva y acertada fórmula, se van consolidando en España las ‘ciudadanías de primera, segunda y tercera’. ¿Cuál ostenta usted?
Depende de la intensidad con que su comunidad haya explotado políticamente sus particularidades. O de cómo esté tratando a los que tienen el castellano por lengua materna si hay otra lengua oficial. De hecho, erradican el español del espacio público cuantos se ven en tal situación. Siempre bajo la excusa de que la lengua oficial minoritaria es ‘propia’. Impropia es pues la mayoritaria y común. Sí, también Feijóo ha practicado tal discriminación.
No hay que engañarse mucho con las posibilidades de enderezar la situación. Como un disco rayado, los distintos nacionalismos periféricos (se reconozcan o no como tales) insisten en que protegen su lengua propia, y esgrimen la excelente salud del español o castellano. No importa cuántas veces se les recuerde que los gobiernos no están para ejercer la ingeniería social sino para gestionar la cosa pública. No importa cuánto se insista en que los derechos son de los ciudadanos, no de las lenguas, argumento al que debería ser sensible cualquier demócrata. Sí, el español lo hablan casi seiscientos millones de personas y su salud es envidiable. Pero el educando vecino de Cataluña no tiene en la práctica derecho alguno a estudiar en su idioma. Le asiste solo en teoría: una cuarta parte de las horas lectivas se deben impartir en castellano. El respeto o no a esa discreta resolución del Tribunal Constitucional será un buen indicador del momento de desvirtuación de la democracia en que nos hallamos.
«La Soberanía reside esencialmente en la Nación [es decir, en ‘la reunión de todos los españoles’]» (Artículo tercero de la Constitución de 1812). «La soberanía nacional reside en el pueblo español». (Artículo 1.2 de la Constitución de 1978). Más que herederos de Cádiz, somos el mismo pueblo 210 años después, dado que el sujeto soberano es idéntico. Hagámonos merecedores de ello. ¡Viva la Pepa!