ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Hay un extraño tipo de vecinos para los que la ciudad es un enojoso trámite. Incluyo a los delincuentes que solo la usan de váter de sus repulsivas mascotas úricas, tan distintas de mi Siri limpísima que habla, envía cartas y sabe a qué hora juega el Madrid de Benzema. Para los vecinos, una categoría rudimentaria, como de corrala, respecto al ciudadano, la ciudad es un túnel donde solo importan los tragaluces: la casa, el trabajo, los grandes almacenes y algún restaurante. Y para ese túnel, como el caballo para las áridas llanuras, el coche es el mejor animalito. Estos vecinos abundan en Madrid. El caso de Emilia Landaluce, por ejemplo. Sale por Goya, pone en marcha su viejo y perfumado diesel y enfila hasta Embassy segregando por unos pastelitos de limón de cuando Mambrú se fue a la guerra. Tira el coche en un medio vado que no se sabe bien, encaja en el parabrisas una tarjeta ful de minusválida y cuando llega se encuentra que Embassy hace dos años que ha cerrado por merecida defunción. Mientras aporrea rabiosamente la puerta masculla «¡Estos cabrones podemitas!» y de camino al diesel casi la empitona un patín eléctrico. Por suerte llevaba a medio escuchar un viejo mp3 de una charla de Jordan Peterson en El Álamo y esto la distrae y la euforiza en la hora larga que tardará hasta El Brillante.
Un libérrimo neocasticismo clama cada día contra los planes de movilidad del Ayuntamiento de Madrid. Las emisiones sulfurosas comenzaron el año pasado a propósito de la sensatísima reforma de la Gran Vía, cuyo elemental objetivo es el de hacer pasar a lugar un no-lugar. Y este año han rebrotado con el apoderamiento de un carril en el Paseo del Prado, entre Prim y Alcalá, tráiler del proyecto de reforma de todo el paseo que el equipo de la alcaldesa Carmena anuncia para la próxima legislatura. Yo he vivido en ese paseo momentos madrileños espectaculares. Alguno está al alcance de cualquiera. Baje el viajero por el centro ajardinado, mucho mejor con maleta, camino de Atocha, distraído en sí, pero con cuidado de evitar cualquiera de los artilugios –pueriles cercados, bordillos borders, poyetes tumorales– dispuestos por tramperos de la época del conde de Mayalde y destinados al tropiezo, al rodeo y a disuadir al caminante, que siempre es un sospechoso en Madrid. De llegar sin escayola, el viajero lo hará a una suerte de final ineluctable donde solo tendrá dos opciones: desandar maleta arriba o cruzar por el puro miedito de la calzada esquivando los diéseles que vienen de El Brillante calientes y con afán de venganza, hasta alcanzar la acera milagrosa del Botánico. Hace años el alcalde Gallardón quiso acabar con todo esto y darle a la milla de los museos de Madrid la dignidad urbana de la que absolutamente carece. Y fracasó porque Chita Cervera se colgó de los plátanos del paseo dispuesta a morir por ellos si los tocaban y, lo realmente disuasorio, amenazando que la enterrarían con todos sus cuadros. Es realmente increíble que haya tenido que venir Carmena, ¡Carmena!, para que se reanude la esperanza urbana sobre este lugar mítico de la cultura europea.
Los libérrimos han reservado ahora sus mejores aspavientos para el proyecto Madrid Central, una tentativa altamente razonable de reducir el tráfico de automóviles en el cargado corazón de la ciudad. De ese proyecto se han dicho y escrito cosas asombrosas que demuestran cómo para algunos vecinos la ciudad es un váter, ni siquiera reservado a los perros. La reducción del tráfico coincide en la zona con los innumerables trabajos de ampliación de aceras y el adecentamiento general de las calles. Y con el surgimiento fulgurante de nuevas formas de movilidad. La microcirugía urbana, que tanto mejora el carácter de los vecinos, lleva retraso en Madrid respecto a Barcelona, que fue pionera en España. Pero Madrid ya le saca ventaja a la descapital de Cataluña en el uso del sharing eléctrico, sea de coches, motos, bicicletas o patinetes. Una manera de moverse sin la cual proyectos como el de Madrid Central perderían parte de su viabilidad y sentido. El carsharing es como moverse en streaming y esto es otra de las cosas que fastidia al neocasticismo libérrimo. Les pasa con sus apestosos diesel lo mismo que les pasó con la música. Quieren lo suyo. Sus putos vinilos. Su cochecito leré. Nunca experimentarán el delicado goce de localizar una e-cooltra en el camino, levantar el sillín y encontrar junto al casco bruñido una redecilla estrictamente privada para cubrir la cabeza y la aprensión. Un carsharing que ha previsto la redecilla. Una civilización. Y paisanos hiperbatones hay luego que dicen que el mundo mal va.
Más allá de los nuevos ingenios disponibles, las reformas de Madrid, como las de tantas ciudades, suponen la abolición de la ciudad como trámite. La ciudad es una obra de arte total, probablemente la mayor creación del hombre después de la Hispanidad. Usarla es usar un Vermeer. Cientos, miles de imposibles vermeer. Disponibles sin tregua. Buena parte de lo que ahora son las ciudades se debe al coche, que ha traído un siglo de libertad y beneficios, pagados con la inexorable cuota de muertes. Pero ahora debe revisarse su relación con la ciudad. A finales de los años sesenta yo vivía en una anchurosa ronda de Barcelona hasta que un día estrepitoso llegaron las excavadoras, perforaron un túnel y redujeron a la mitad el espacio de aceras. Hubo una celebración y vino Porcioles. Hace cuatro años se tapó el túnel y se devolvieron las aceras a la anchura –inmensa– de mi infancia. La devolución se practica en muchas otras calles y en muchas otras ciudades del mundo. El sueño de una ciudad eléctrica, silenciosa y limpia está cerca de encarnarse. El movimiento silencioso tal vez será la mayor novedad. Cuando oigo a cualquier trumpero que desgarra la ciudad a horcajadas sobre sus máquinas ruidosas y brutales pienso que los nuevos juzgarán esas costumbres como juzgamos hoy la de echar cabras abajo de los campanarios.
Yo hago mucho la calle. Escribo a la intemperie y cuando luego me siento únicamente tengo que transcribir lo que llevo en la cabeza. Escribir así evita la aridez y engaña a la soledad, dos temibles puñaladas del oficio. Hay gente que necesita concentración para este trabajo. Yo también lo creía al principio, y forzaba áspera e inútilmente mi naturaleza, como con el comunismo. Al cabo del tiempo he aprendido que lo que necesito es distracción y plein air y nada me lo da como caminar por las ciudades. También he aprendido que para caminar por ellas hay que llevar la cabeza levantada. La gente lleva la vista baja por la calle, comprensiblemente urgida por las humillaciones y los entrañables pets. Hay que levantar la cabeza, créeme. En los altos de los edificios se encuentran con frecuencia las formas más bellas de la piedra y también las más delirantes. Y hay que levantarla sobre todo por los árboles, tan perturbadoramente bellos y extraños a poco que se fije la vista. Liberados del gregarismo y la promiscuidad del bosque es la ciudad la que también a ellos los hace individuos.
En fin, solo quería decir, ¡oh madrileños antipopulistas!, que sería muy fuerte dejar que Carmena representara la nueva urbanidad.
Sigue ciega tu camino
A.