EL MUNDO – 19/03/15 – ARCADI ESPADA
· Mueren prematuramente madre, mujer e hijo de amigos muy queridos. La muerte prematura, pleonasmo, deja una grave obligación a los que quedan. Me la explicaba un mediodía melancólico Josep Maria Castellet, el editor. «Todos mis amigos se han muerto. Fui el último que los conocí bien y tengo el deber de que sigan viviendo. La responsabilidad me atenaza».
Años después leí este emocionante fragmento del científico Douglas R. Hofstadter, con el que que acabaría despidiendo, y prometiéndole, a mi madre: «Cuando alguien muere deja una corona brillante detrás, un resplandor en las almas de quienes estaban cerca. Inevitablemente, conforme pasa el tiempo, ese resplandor se va apagando, y por fin se extingue, pero el proceso dura muchos años. Sólo cuando también desaparecen los de alrededor y todos los rescoldos se enfrían, regresan de verdad el polvo al polvo y las cenizas a las cenizas».
Puede que todo se enfríe. Pero ese momento queda lejos de la vida de un hombre vivo. De ahí que durante mucho tiempo el polvo siga teniendo sentido. Todos llevamos un insondable arsenal genético que da cuenta del largo camino que ha hecho la vida biológica. La gran diferencia entre el hombre y el resto de los animales es que puede transmitir a sus descendientes no solo el color de los ojos sino también la razón de mil lágrimas vertidas.
En nuestro tiempo se le da un aire inapelable a la última voluntad de los muertos. Para mí no tiene la menor importancia. Entre el viejo pleito de Max Brod y Kafka, yo apoyo a Brod sin fisuras. Comprendo que si Brod hubiera quemado los manuscritos nos habríamos quedado sin saber no sólo quién fue Kafka sino también quién fue Brod. El funeral siempre es un oficio y un privilegio de los vivos, y a su mayor gloria estricta. Y está bien así: a un muerto sólo hay que hacerle caso si lo que propone es razonable. Y fácil: ¡ese intolerable narcisismo póstumo que obliga a aventar las cenizas en una grieta del Annapurna mientras suena la sinfonía nº 3 de Brahms, allegretto poco! Hay que tener una fe despótica en la vida eterna para atreverse a dejar instrucciones.
Sin embargo, hay una instrucción que no requiere formularse. Es, exactamente, la resurrección de los muertos. Empieza a darse cuando un hombre ya no puede valerse por sí mismo, y necesita, por vez primera y profunda de los otros. Es tierna aspiración humana hallar al amado que vaya a cerrarnos los ojos. Pero el amado idóneo sería el que se comprometiera a dejarlos abiertos. Y así el mundo pudiera ver en su fondo todo lo que hubieran visto aquellos ojos.
EL MUNDO – 19/03/15 – ARCADI ESPADA