ABC 15/05/17
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· El peor mal que corroe a nuestra clase política es la degeneración fruto de la endogamia
LA gran sorpresa política de los últimos tiempos, Emmanuel Macron, llega a las Presidencia de la República francesa con apenas 39 años de edad, tras una brillante carrera en la banca privada, a la cabeza de un partido que no tiene ni un año de vida, respaldado por una lista a la Asamblea Nacional en la que más de la mitad de los nombres corresponden a profesionales ajenos al presupuesto público y prometiendo «un gobierno de los mejores». ¡Estimulante!
Aquí en España, mientras tanto, hoy veremos un debate entre tres candidatos a liderar el PSOE cuyas trayectorias laborales han discurrido íntegra y exclusivamente por los carriles del partido que les cobija: Pedro Sánchez, 45 años, licenciado en Económicas y Empresariales, desde los 26 a sueldo del puño y la rosa en distintas funciones de asesoría parlamentaria o bien en calidad de electo. Susana Díaz, 43 años, licenciada en Derecho tras diez años en la Universidad de Sevilla. «Nunca ha ejercido su profesión ni ha trabajado fuera del PSOE», subraya su biografía con un toque de aparente orgullo. Patxi López, 57 años, diputado desde los 28, hijo de Lalo, histórico del socialismo vizcaíno. Permaneció una década «estudiando» la carrera de Ingeniería Industrial en Bilbao, sin pasar del primer curso. Tres currículos «sobresalientes» que jamás darían acceso a un puesto de responsabilidad en el mercado de trabajo abierto ni mucho menos garantizarían los salarios que perciben, cargados a la espalda de un contribuyente abrumado a impuestos confiscatorios para sufragar, entre otras cosas, los latrocinios de muchos e ineptitud de la mayoría.
El escenario socialista resulta tan desolador como representativo del conjunto. Porque más allá de que en un partido u otro abunden más o menos los títulos académicos o las plazas de oposición en uno de los incontables cuerpos que alberga nuestra elefantiásica Administración, el peor mal que corroe a nuestra clase política es la degeneración fruto de la endogamia. La expulsión del talento, la excelencia o el espíritu crítico de un sistema que se retroalimenta a sí mismo a base de encumbrar la mediocridad con el fin de no hacer sombra a los que han conseguido llegar arriba. La conversión de la obediencia ciega a las consignas en el único requisito válido para acceder a un cargo público. La exigencia de lealtad perruna al caudillo de turno como condición ineludible para permanecer en él, al menos hasta el momento de apuñalarle por la espalda. La incapacidad, resultante de esta circunstancia, para atraer a gentes procedentes de otros mundos, con ideas nuevas, ilusión, experiencia en la tarea de levantar cada día la persiana de un negocio u oficio hasta hacerlo rentable (no solo de recaudar para gastar) y disposición a sacrificar su comodidad personal en el empeño de mejorar la vida del conjunto de los ciudadanos. El castigo despiadado a la iniciativa, la fidelidad a los principios ideológicos y no digamos los escrúpulos. Estos últimos, los escrúpulos ante determinadas prácticas corruptas o giros copernicanos en las ofertas programáticas, constituyen el peor lastre que pueda arrastrar hoy consigo un político español perteneciente a la «vieja escuela». Un pecado sin perdón posible.
Macron desembarca en el Eliseo trayendo consigo una esperanza que puede materializarse (o no) en el último cartucho de esta democracia senil, que ha visto morir de consunción a un buen número de fuerzas convencidas de ser inmortales. Ojalá consiga conformar su «gobierno de los mejores», rescatar a Francia de sus cenizas y crear escuela allende los Pirineos, porque la alternativa es seguir como estamos, cada día un poco peor, o caer directamente en manos de grupos liberticidas.