Gregorio Morán-Vozpópuli

Algunos nacimos en un mundo de mentiras. Todo aquel que podía expresarse lo hacía para mentir. La gente de bien callaba. Para resumir aquella época, podría decirse que fue un tiempo de mentiras y silencios. Quién nos iba a decir que muchas décadas después viviríamos en una sociedad que no tiene complejos en soltar todas las mentiras que se le ocurren con tal de apañarse en la vida.

La ley de la Amnistía ya ha sido redactada y se venderá a la población bajo el marbete de Ley de la Concordia, donde no aparecerá para nada la palabra nefanda para evitar que les digan a los promotores que son unos trileros que llevan engañando a los suyos, y a los ajenos, desde el día que peligraron sus poderes. Pero la redacción de la ley para enmascarar la golfería necesita de dos condiciones que hasta ahora no están suficientemente afinadas. La primera, el acabado. La segunda, el soporte publicitario.

Los arrogantes que nos gobiernan “progresivamente” pero “atentos a los preceptos constitucionales” se hayan ante el dilema de que ellos saben más de trampas que de leyes y hay que proveerse del personal adecuado que les saque del embrollo

Igual que ocurre en la delincuencia, en la que no es lo mismo el que se adiestra en el juego de las chapas y la bolita que el encargado de encontrar los resquicios que consienten los Códigos para evadir la pena, en el caso de la Ley de la Concordia sucede que los arrogantes que nos gobiernan “progresivamente” pero “atentos a los preceptos constitucionales” se hayan ante el dilema de que ellos saben más de trampas que de leyes y hay que proveerse del personal adecuado que les saque del embrollo. En lenguaje llamo, personajillos con los que usted no contaría ni para que le revisen un contrato de alquiler sin grave riesgo. Es el caso, por ejemplo, de Jaume Asens, al que una eminencia en el mundo de las ideas como Ada Colau, exalcaldesa de Barcelona, valoraba como un compendio de Hans Kelsen y Carl Schmitt, de haber sabido de ellos. Él preparó el primer borrador que llena de inquietud a los jefes de la banda y demás juristas de reconocido prestigio (sic). Cuestión de tiempo para encontrar las palabras justas y las necesidades precisa.

El soporte publicitario, ya encargado y muy avanzado en su ejecución, mantiene una dificultad de concepción. O lo que es lo mismo, las baterías están descargando manipulaciones de a puño todos los días, pero no van al unísono de la Ley de la Concordia, aún necesitada de aliño jurídico, por lo que se percibe desde el poder “en funciones” ciertas tensiones que deberían evitarse para que el personal, pasmado ante el esfuerzo, supiera calibrar los imponderables de una operación deformativa de tan largo aliento. Es decir, que las mentiras no pueden ser picudas al estilo de Oscar Puente sino redondas a la manera de Yolanda Díaz, y el ideal es que ambas formen un artilugio que se muestre invencible por tierra, mar y aire, de tal modo que genere el pasmo entre los adictos y la intimidación al que levante el dedo para preguntar cómo se puede ser al tiempo tan desvergonzado en la intimidad y tan impune ante la opinión pública.

Vivir entre mentiras no se debe a ninguna deriva política como creen los reaccionarios. Al contrario de lo que imaginan los conspiranóicos las mentiras conviven con mayor habilidad y frecuencia en la aparente tranquilidad cotidiana. Sólo llaman la atención cuando salta un suceso, pero el efecto es breve, y unas nuevas falacias suelen cubrirlo de olvido. Un chaval de 14 años en un instituto de Enseñanza Media de Jerez de la Frontera llega una mañana armado con dos cuchillos domésticos e inaugura su jornada apuñalando a dos compañeros que con toda seguridad habían empezado su ritual cotidiano de humillaciones, insultos y bromas a su costa. Llevaban así desde los ocho días en que se inauguró su curso en 3º de ESO. Había sufrido la experiencia ya en años anteriores. Se hartó de estar harto y la emprendió a cuchilladas con esos alumnos y los profesores que fueron apareciendo.

No hay protocolos capaces de reducir el bullying sino colegios, profesores y familias capaces de enterarse de lo que se niegan a ver y a afrontar

Oh, gran escándalo. Los docentes -ahora se llaman así a los profesores- aseguran no saber nada del bullying -también ahora se llama así al acoso regular a un alumno modelo, buen estudiante y tranquilo- y todos se sorprenden de los cuchillos, aunque fueran de cocina. ¡Ah, no denunció el caso y padecía Asperger! El síndrome de Asperger es el territorio preferido de los psicólogos mediocres. Sólo desde la conciencia de unos desganados, pastoreados por las instituciones, es posible ocultar tanta miseria en forma de mentiras.

Los profesores haciendo de policías buenos, las familias cumpliendo con su papel de modelos de empatía, las autoridades educativas pletóricas de protocolos. Argucias para blanquear la realidad. El síndrome de Asperger no es una enfermedad sino un estado del espíritu al que el arrollador analfabetismo que generan las redes han acabado por convertir en pandemia. Un joven con Asperger forma un paisaje donde se reflejan enjambres de estúpidos dispuestos a joderle la vida al diferente. Un chaval que va a lo suyo, es decir, que estudia, piensa y se hace mayor, acosado por unos chulillos descerebrados acostumbrados a hacer lo que nadie, empezando por sus padres, jamás les prohibieron hacer. Está prohibido prohibir, primer mandato de la indigencia intelectual, y sin más añadidos en la lista. No hay protocolos capaces de reducir el bullying sino colegios, profesores y familias capaces de enterarse de lo que se niegan a ver y a afrontar.

La característica más oculta de una sociedad de mentiras es que todos nos sentimos víctimas. De los padres, del sistema, del vecindario, de los sentimientos, de la oposición, del fascismo, del comunismo, del jefe, hasta de las mujeres o de los hombres; la gama es infinita

La característica más oculta de una sociedad de mentiras es que todos nos sentimos víctimas. De los padres, del sistema, del vecindario, de los sentimientos, de la oposición, del fascismo, del comunismo, del jefe, hasta de las mujeres o de los hombres; la gama es infinita y utilísima para la plácida conciencia. Un inhibidor de responsabilidades. Estaba adaptado para gente adulta y ahora se ha extendido a la adolescencia. Antes, los acosos escolares se resolvían a hostias o se acumulaban hasta la patología. Ahora aparece el cuchillo, instrumento de gente artera. Actuar en pandillero está bien visto, no sólo en la política. Es otra mentira socialmente necesaria para sobrevivir, aunque reconocerlo sea un error que se paga.

Las abuelas solían dar una recomendación en aquellos años del cólera. Se reducía a tres palabras hoy intraducibles: “No te signifiques”. Eran modos para capear tiempos de miedo y de mentiras, difícil de entender para un adolescente en un mundo de héroes innobles, donde significarse como un patán desorejado ayuda al éxito. Las navajas están llamadas a ser, junto a los móviles, herramientas que simbolizan un modo de vida y me temo que una época. La concordia sirve para decorar.