Ignacio Camacho-ABC
- Alcanzada en la práctica la inmunidad de grupo, quizá merezca la pena un esfuerzo inteligente para defenderla
De vez en cuando hay que volver a hablar del Covid en la prensa, aunque sólo sea por lo que le quede de sentido cívico al periodismo, para recordar a quien le interese que la pandemia no ha desaparecido. Vale, estamos bien, incluso muy bien en comparación con la mayoría de los países europeos, gracias al uso generalizado de las mascarillas -que por cierto está decayendo- y sobre todo al alto porcentaje de vacunación, doble éxito del buen criterio de los españoles aunque se lo haya apuntado el mismo inepto Gobierno que aún no ha sido capaz de ofrecer una estadística fiable de muertos. Pero precisamente por eso, porque la crisis de salud pública está por ahora controlada, conviene recordar que en naciones como Francia o Alemania la población sin inmunizar sigue en cifras inquietantemente altas y que la vacuna masiva no ha impedido un fuerte rebrote en Gran Bretaña. Cuestión de importancia si se tiene en cuenta que los visitantes de esas procedencias tienen en la práctica acceso franco a España.
Con ocho de cada diez compatriotas protegidos con la doble dosis, la exigencia del pasaporte sanitario carece en principio de sentido. Podemos hacer vida más o menos normal sin peligro. El prisma cambia sin embargo cuando se trata del turismo. Por antipático que resulte decirlo, los viajeros internacionales son en este momento el principal factor de transmisión del virus, y dado que hay circulando millones de personas sin vacunar parece razonable solicitar un requisito suplementario del relajado -un auténtico coladero- control fronterizo. Nadie puede, por ejemplo, acceder hoy a un restaurante o cine griego o italiano sin mostrar el dichoso certificado, medida que las autoridades han impuesto a pesar del significativo y hasta violento rechazo que genera entre sus propios ciudadanos. Por su impacto sobre la economía, y porque genera controversia interna en una sociedad que ha sufrido duras restricciones de recuerdo amargo, se trata de un debate delicado, pero también necesario siquiera como hipótesis de trabajo ante una tasa de incidencia que poco a poco se va incrementando y amenaza con llegar de nuevo a los cien casos por cien mil habitantes a final de año. Sin histeria ni alarmismo, es menester pensarlo antes de tener que retroceder en el camino avanzado.
Es un error pensar que la pandemia, así llamada por su carácter universal, ha quedado atrás sólo porque nosotros hayamos superado la situación de emergencia. Ignorar la realidad de un mundo interconectado es el primer paso para repetir el problema. Hay que oír las voces de aviso que suenan por ahí fuera, no en lugares remotos ni en geografías exóticas sino en el corazón mismo de Europa, y aprender de la triste experiencia de que el ‘bicho’ se cuela cada vez que se le abre una puerta. Alcanzada, o casi, la inmunidad de grupo, quizá merezca la pena un esfuerzo inteligente para defenderla.