En los treinta años de nacionalismo institucional se ha respirado un clima similar al creado por los nazis en el crepúsculo de la República de Weimar. La sinrazón terrorista y las mentiras nacionalistas han tejido en el País Vasco una malla que oprime las conciencias, intoxicando a sectores amplios de la población y embotado los sentimientos de piedad hacia las víctimas.
La historia más reciente, la historia de la recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad, la historia que va de 1975 a nuestros días, ha coincidido en España con la actividad terrorista de ETA. Ningún otro lugar de Europa ha compartido la desgracia de contar, en todo ese tiempo, con la barbarie obstinada de un grupúsculo de fanáticos seducidos por el brillo político del crimen. Desde luego, ningún otro lugar de Europa, a excepción de Irlanda del Norte, ha estado dispuesto a sumar a los asesinatos la infamia de un discurso de justificación que convierte a los criminales en la encarnación de una causa. Nadie, en ningún otro lugar de Europa, ni siquiera en el modo atenuado en que se hace en ciertos discursos oficiales, señala hoy que tales individuos expresan una realidad nacional, ni que a través de ellos se manifiesta la voluntad de un pueblo.
Los hechos son tozudos y convencen al más despistado. En Europa, a mediados de los años ochenta, los criminales alucinados de las Brigadas Rojas o de la llamada Fracción del Ejército Rojo estaban muertos hacía tiempo o encerrados en las cárceles, marcados por la ignominia pública. Por el contrario, en España, en esa misma época, ETA mataba más que nunca y recibía, en el País Vasco, el cariño incondicional de familiares y vecinos, la abierta aprobación o la indulgencia política, e incluso la comprensión eclesial.
Se dirá que hoy la condena es unánime. Dejemos fuera de esa unanimidad a quienes matan por un concepto aberrante de la patria y a quienes nunca han rechazado el sueño de un país tenebroso que solamente habla a través de la muerte. Pero ¿por qué no dejar fuera de ese supuesto consenso cívico también a quienes permiten que el terrorismo sea una deficiencia de nuestra democracia, en lugar de ser lo opuesto a la democracia? Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes se llaman nacionalistas democráticos acompañan su condena con una inmediata reticencia por las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de las redes de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes los justifican, para evitar el insulto supremo de que quienes no quieren renunciar ni a las armas ni a los votos reciban un sueldo que procede de los propios bolsillos de las víctimas. Hoy, como ayer, parece tan difícil que Batasuna se separe de ETA como que el PNV se separe de Batasuna y abandone de forma clara y definitiva el amparo, la justificación y la explicación caritativa que brinda al mundo de los asesinos.
Por mucho que no se quiera reconocer, en los treinta años de nacionalismo institucional se ha respirado un clima similar al creado por los nazis en el crepúsculo de la República de Weimar: amenazas, insultos, consignas homicidas, delaciones, chismorreos convertidos en acusaciones, acusaciones convertidas en sentencias de muerte… Por mucho que no se quiera ver, la sinrazón terrorista y las mentiras de las organizaciones políticas nacionalistas han tejido en el País Vasco una malla que oprime y deforma las conciencias, que ha intoxicado a sectores muy amplios de la población y embotado los sentimientos más elementales de piedad hacia las víctimas.
El mismo elogio del diálogo como algo único y precioso para acabar con ETA ha producido una progresiva decantación hacia la definición del terrorismo como algo que debe tener algún campo de negociación. Así lo ha exigido un sector de la población inclinada a normalizar el sintagma conflicto vasco, eufemismo trágico del puro y simple asesinato. Así lo ha interiorizado incluso el presidente de Gobierno Rodríguez Zapatero, dando a entender en su casi suicida «legislatura de la paz» que para acabar con la violencia hay que instrumentar algo distinto a las medidas policiales y también al Parlamento y a la misma legalidad constitucional. Lamentablemente, en una época de exaltación de la pretendida memoria histórica, de continuas exigencias de contrición a Isabel la Católica por descubrir América, al Papado por condenar las tesis de Galileo o a algunos ciudadanos españoles por la guerra civil o el franquismo, ni Zapatero ni su Gobierno han pedido perdón por no aprender las lecciones del pasado e insistir en la negociación con terroristas, convirtiendo a éstos y a sus muñidores en defensores honorables de una causa.
¿Importa en nombre de qué se asesina? Sólo en España, donde las motivaciones se han distinguido cuidadosamente de los métodos criminales para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables. Sólo en España, donde siempre han proliferado las alusiones al «modelo irlandés» y nunca al modelo italiano, que podría resultar mucho más parecido a lo que tratamos aquí: cuando todas las fuerzas del arco parlamentario cerraron filas entre 1969 y 1980, negándose a cualquier tipo de consideración política de los 350 asesinatos cometidos por la extrema derecha o la extrema izquierda.
Por otra parte, en la condena del terrorismo se ha producido un error de planteamiento que, ciertamente, ha ayudado al envilecimiento de las víctimas y la humanización de los asesinos. Nos hemos acercado al lugar del crimen y hemos declarado como un factor que lo agravaba el carácter «inocente» de la persona que ha sido asesinada. Recordemos cuántas veces nos hemos referido a la matanza indiscriminada, a quien muere por encontrarse en el lugar inoportuno. Pues bien, en ese grito frente a la determinación de la tragedia, frente al curso impasible de los hechos, existe una deformación de las víctimas y de los asesinos que conviene destacar.
Porque las víctimas del terrorismo son personas concretas, que gozaban de su existencia única cuando fueron escogidas por el asesino. Porque nada hay de dejación de libertad en su sacrificio, sino de defensa de la vida misma y de la convicción de ser personas libres. ¿O consideraremos que, por la más siniestra de las paradojas, el criminal da vida a la víctima a la que mata, simplemente porque esa persona pasa a adquirir una consistencia pública, una concreción que nos hace conocerla?¿Dejaremos que esa muerte sea un hecho accidental para la víctima y un acto de voluntad para el criminal, sin comprender que la calidad verdadera de las víctimas es haber querido ser españoles? Y españoles como debe entenderse hoy esa palabra: ciudadanos de un país plural, libre, votantes de la derecha o de la izquierda, universitarios, obreros, guardianes del orden público, intelectuales… Pero, en todos los casos, ciudadanos de esa comunidad nacional que repudian, niegan y desean destruir los terroristas. Y en la que quienes ya han sido asesinados murieron, en muchas ocasiones, proclamando su compromiso con la legalidad constitucional o sencillamente, afirmando la vida, negando el carácter abstracto, la fragilidad personal, la carencia de firmeza cívica que esperaba el asesino.
Decía el poeta Dylan Thomas, al escribir sobre una muchacha fallecida en un bombardeo de Londres, que tras la primera muerte no hay ninguna. A no poner nunca más una segunda muerte -que consiste en señalar la carencia de individualidad de la persona asesinada, el carácter intercambiable del lugar que ocupa-, camina el reciente libro de Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey, Vidas rotas: el primer libro que cuenta la historia de todas y cada una de la víctimas mortales de ETA, un libro sobrecogedor que, como quería Camus, pide justicia ante el mal, ante la muerte, desde lo más profundo de la dignidad del hombre. Un libro dedicado a la memoria del penalista Antonio Beristain, en cuyo nombre levantaremos una vez más la bandera de la libertad rescatada del miedo y de los cascotes de unos decenios perdidos para el ejercicio público de la razón.
Fernando García de Cortázar, ABC, 17/3/2010