No he encontrado a nadie que crea que Ignacio González esté limpio de corrupción. Desde luego no lo cree el presidente Rajoy, que el viernes repitió una frase con el timbre inconfundible de la condena: «Todo gobierno debe gestionar con responsabilidad el dinero público». No lo creen personas que trabajaron a su lado y que ahora recuerdan su empeño en presidir el Canal de Isabel II contra todo precedente, y sus reticencias a la privatización de la empresa contra las proclamas liberales del PP de Madrid. Y, quizá lo más significativo, empieza a no creerlo Esperanza Aguirre.
Si González es un corrupto, hizo poco por disimularlo. Palcos, despachos y reservados: le tout Madrid es desde hace años un hervidero de rumores: «¡Mira qué casa! Y esa chulería. Es un golfo. ¡Todo el mundo lo sabe!» Pero hasta ahora nadie pudo, quiso o se atrevió a demostrarlo. El entorno de Aguirre llegó a investigarlo, sin éxito. Bastaba pedir un dato concreto para que las acusaciones se diluyeran en una espuma de vaguedades. Ni siquiera ha podido acreditarse, cinco años después, quién compró el ático de Estepona. Así lo ha reconocido con frustración la UDEF. Por eso cuando estalló la operación Lezo muchos pensaron: se acabaron las especulaciones; por fin detalles precisos, indicios demoledores, la pistola humeante que confirma nuestras percepciones sobre González. No habían leído el auto de su ingreso en prisión.
El auto del juez Velasco son 28 folios de gasolina sobre la pira del hastío popular y el negocio mediático. Incluso este periódico se preocupaba ayer por la estabilidad de la democracia española. La que, según el último índice del Economist, se sitúa en el puesto 17 del mundo, por delante de países como Estados Unidos, Bélgica o Japón. Pero la letra pequeña del auto es eso, pequeña. El juez llega a graves conclusiones a partir de indicios desiguales. La mayoría son fragmentarios, frágiles, deshilachados. Su relato produce angustia, tanto por lo que cuenta como por lo que no logra contar. Porque avanza a trompicones entre elipsis y conjeturas. Porque refuerza las percepciones sin ofrecer la satisfacción de los hechos.
El plato fuerte del auto es la compra de una empresa en Brasil por parte de una filial del Canal. El juez acusa a González y Edmundo Rodríguez Sobrino, presidente de la filial y consejero delegado de La Razón, de urdir un plan que resultó en la malversación de 25 millones de dólares de dinero público. Habla de una «adquisición hipervalorada ficticiamente», del «pago de comisiones prohibidas» y del «enriquecimiento injusto de determinadas personas». El lector se estremece. Pero cuando busca detalles del sobreprecio o pistas de esas comisiones o, decisivamente, algún indicio de que el dinero del Canal acabó en una cuenta que no fuera del vendedor brasileño, no encuentra nada. De hecho, el juez reconoce que «dada la inexistencia de una valoración del precio de compra de la mercantil brasileña determinada por un tercero independiente, por el momento no es posible hacer una estimación exacta de la cantidad de fondos públicos desviados».
Velasco reconoció ayer en este periódico que no tiene tiempo para entender cómo funciona una empresa. Me temo que se nota. Confunde el valor contable con el valor económico. Da por hecho que la caída en el valor de la sociedad adquirida fue fruto de un desfalco. Y convierte las irregularidades administrativas denunciadas por la presidenta Cifuentes en indicios de delito. Salvo que aparezca una transferencia a una cuenta de González o de alguno de sus presuntos testaferros, Velasco habrá destapado un caso de deplorable gestión empresarial.
El segundo gran titular de la operación Lezo relaciona a González con Javier López Madrid, consejero de OHL, yerno de su presidente, amigo de los reyes. El juez considera que López Madrid ordenó un pago de OHL a González de 1,4 millones de euros a cambio de la adjudicación de una obra. Los indicios parecen concluyentes: una fuente dio el nombre del banco, de la sociedad panameña y hasta el IBAN de la cuenta suiza donde González habría recibido el dinero. Pero de pronto el propio juez aplica dos rebajas. Dice que habrá que esperar la respuesta de las autoridades suizas para «poder comprobar la realidad de la presunta comisión». Y explica que, en conversaciones grabadas –es decir, privadas–, González negó haber recibido esta comisión y aventuró que alguien debió pedir el dinero a OHL en su nombre. Según la versión de López Madrid, el pago se hizo desde México a una cuenta del empresario Adrián de la Joya, que a su vez ha negado ante el juez cualquier vinculación con González. Es posible que mintiera y que en realidad sea su testaferro. Por lo pronto, las dos rebajas han desembocado en una tercera: el viernes Velasco redujo la fianza de López Madrid del millón de euros que pedía la Fiscalía a 100.000.
El tercer eje del auto apunta a la financiación ilegal del PP de Madrid. Según el juez, González habría desviado fondos públicos para «sanear las cuentas» del partido en 2011. La Agencia madrileña de Informática y Comunicación (ICM) habría inflado contratos con empresas como Indra o PwC, que a su vez habrían pagado a proveedores del partido a través de sociedades pantalla. Después de Gürtel, nada sería más devastador. De momento la acusación depende del testimonio de un hombre, el ex subdirector de ICM, y de un pago de Indra.
De ese hilo sórdido hay que seguir tirando. Como de los indicios de que González ha intentado blanquear fondos con la ayuda de familiares y amigos, probablemente lo más sólido del auto. Y hay que tirar hasta el final.
Pero el juez Velasco no está por la labor. Ayer dijo: «Si tengo suerte, en junio me voy a otra cosa. Nadie es imprescindible». La frase sería un canto a la independencia y al automatismo de la función pública si no viniera acompañada por esta otra: «Los jueces tenemos que interpretar la Ley conforme al pueblo». Si la Justicia depende de la percepción subjetiva de un hombre sobre los humores del pueblo, la continuidad que invoca Velasco es puramente retórica. Sólo la objetividad del derecho garantiza la continuidad en la instrucción. El periodista Segovia pregunta: «¿Y si se equivocan?» Y Velasco, que lamenta no tener medios ni conocimientos suficientes, responde: «No pasa nada».
Es curioso que una persona que presume de tener en cuenta el contexto a la hora de aplicar la ley no tenga en cuenta el contexto de las personas a las que sus decisiones afectan más directamente. La prisión provisional, pasada por el telediario, equivale hoy a una cadena perpetua. Por lo demás, ¿qué es el pueblo y quién dictamina su humor? ¿Las encuestas? ¿El share de La Sexta? ¿El número de retuits? ¿Las urnas que dieron la victoria al PP?
De momento lo único que ha quedado acreditado es que los gobiernos del PP de Madrid sólo fueron liberales por comparación. Esa es la principal responsabilidad de Esperanza Aguirre. Bajó los impuestos. Dio la batalla ideológica en defensa del liberalismo. Pero Caja Madrid siguió siendo, hasta la debacle, un banco público que financiaba proyectos sin atender a criterios elementales de riesgo u oportunidad, y un refugio de políticos y afines. El Canal de Isabel II nunca llegó a privatizarse. Telemadrid, tampoco. Y el intento de liberalizar el sector sanitario le costó la cabeza a Javier Fernández-Lasquetty.
Ahora, los promotores del tramabús proponen como solución a la corrupción un rearme del modelo intervencionista que la propició. Lo hace hasta Cifuentes, en alianza con los liberales de Ciudadanos: «Me comprometo a no privatizar el Canal». Más prudente sería hacerlo cuanto antes. El nuevo PP de Madrid zigzaguea. El de Aguirre agoniza. Es posible que ella, contra lo que hoy dice, acabe dimitiendo. Pero el liberalismo sigue incorrupto. Por inédito.