Cristian Campos-EL ESPAÑOL
¿Cuánto cuesta la vida de un español? Un mínimo de 1.835.000 € y un máximo de 2.750.000 €.
Dicho de otra manera: la vida de un español cualquiera no basta para costearse un piso en la calle Libertad de San Sebastián con vistas a la playa de La Concha. Tendría usted que vender a un español y la mitad de otro –la mitad buena a poder ser– para permitírselo.
La cifra del primer párrafo es el resultado de multiplicar la esperanza media de vida de un español, que es de 83,33 años, por el «coste por año salvado de vida» que utiliza el National Institute for Health and Care Excellence británico –el NICE: la ironía de sus siglas es digna de George Orwell– para determinar si vale la pena aplicar un tratamiento médico concreto a un paciente cualquiera.
Si los años de vida salvados implican un coste superior a 20.000-30.000 libras esterlinas anuales, el NICE determina que el tratamiento debe ser rechazado por la Sanidad británica.
Aquí he de señalar que al calcular el precio de la vida de un español he aplicado el baremo británico, cuando de todos es sabido que cualquier español de factura mediana vale más que el más sobresaliente de los ciudadanos de la Pérfida Albión. No cambio yo a Angel León por siete Shakespeares. Quizá por cinco Shakespeares y una Rebecca Hall. Pero de ahí no bajo.
Calculémoslo de forma objetiva. Si medio español apellidado Blas de Lezo venció a un británico entero llamado Edward Bernon en Cartagena de Indias en 1741, entonces es lógico pensar que el coste real de un español sea, a ojo de buen cubero, de unos 5.500.000 millones de euros. Más que suficiente para el piso de La Concha.
A estas alturas del artículo ya debe de andar usted escandalizado. «¿Cómo se puede poner precio a una vida humana?». Bueno, todos lo hacemos varias veces a lo largo de nuestras vidas. Y no respecto a desconocidos, sino respecto a nuestros seres más queridos.
Mírelo así. ¿Quién nos dice que vender todas las propiedades y gastar todos los ahorros combinados de nuestra familia no podría haber costeado un tratamiento de vanguardia en un centro estadounidense que le hubiera dado a nuestros padres, o a nuestros abuelos, unos meses más de vida? Pero todos hicimos un cálculo de coste-beneficio y decidimos que la inversión no garantizaba un resultado suficiente.
De hecho, ni siquiera llegamos a hacer ese cálculo porque sabíamos de forma intuitiva que este era disparatado.
La realidad es que nuestro cerebro disocia ambos conceptos. El de vida y coste. Pero todos sabemos perfectamente lo que cuesta una vida. Incluso si esta es de las más queridas. Y ojo, digo «cuesta», no «vale». Valer valdrá infinito. Costar, costará lo que nos podamos permitir pagar.
Así que, si no lo hicimos nosotros con nuestros seres queridos, ¿por qué nos escandalizamos cuando esa abstracción llamada Estado hace un simple cálculo de costes? ¿Acaso le suponemos al Estado más amor por nuestra familia que el que les profesamos nosotros?
¿O es que defendemos la idea de que nuestros compatriotas deberían gastar más dinero en salvar la vida de nuestros familiares que el que estamos dispuestos a gastar nosotros en ellos?
Pero esto es sólo toreo de salón y dilemas morales especulativos. Hablemos de la realidad.
«El problema no es ya el Covid-19, sino todas las patologías que estamos dejando de atender en los hospitales a raíz de la epidemia», me dijo un médico español, fuente autorizada sobre la materia, hace apenas unas semanas. El debate es habitual en Europa, pero apenas lo hemos visto por España. Es un dilema clave. Pero estamos a otras cosas.
También es habitual en Europa el debate acerca de cuál es la proporcionalidad correcta entre las medidas de contención del virus y su impacto en la economía. Cuando Angela Merkel dijo hace una semana que esas medidas no deben gripar a las empresas, los alemanes respondieron «suena razonable». En España la habrían llamado genocida.
Continuamos luchando contra el virus como lo haría Atila el Huno. Encerrando a los ciudadanos en sus casas, haciendo marcas en el suelo para señalarles a qué distancia deben situarse, exigiéndoles que no salgan de su ciudad, que cierren sus negocios y que se embadurnen en alcohol.
Tan estrepitosamente nos ha fallado la ciencia que parece incluso razonable que el ministro de Sanidad en España durante la epidemia haya sido un filósofo. Dentro de poco pondremos a un sacerdote, y así habremos recorrido ya 4.000 años de civilización en sólo un año: de la ciencia a la filosofía y de la filosofía a la religión. Si el virus dura dos o tres meses más, es probable que acabemos en el animismo.
Religión, filosofía y ciencia. Ahí tienen ustedes las tres etapas evolutivas del conocimiento humano, de menos a más preciso. O si lo prefieren, de menos a más verdadero. También de más a menos consolador. Por eso la religión continúa teniendo su público. Porque no cura, pero consuela, lo que no deja de ser una ventaja cuando tus rivales –la ciencia y la filosofía– no consuelan, pero tampoco curan.
La ciencia dará con la vacuna, sí. Pero lo que las sociedades modernas deberían exigirle a la ciencia no es que cure a toro pasado, sino que alerte a priori para evitar no sólo las muertes, sino la ruina económica asociada. ¿Que eso es tarea de los políticos? Quizá.
Pero yo no he visto manifestaciones masivas de científicos pidiendo responsabilidades al Gobierno por su inacción antes del 8-M. Sí les he visto pidiendo más financiación para la ciencia. Esa que se costea con los impuestos que pagan las empresas, los autónomos y los trabajadores españoles. Aunque sólo fuera por interés, quizá la ciencia debería empezar a considerar la variable «economía» en sus exigencias.
No hace falta una gran mente para comprender que 1) la seguridad absoluta no existe, y 2) que a partir de determinado nivel de seguridad razonable, incrementar las medidas de seguridad dispara su coste hasta extremos inasumibles. ¿Se puede diseñar un sistema sanitario tan excelso que asegure un médico de guardia, 24 horas al día, para cada ciudadano de este país? Es probable. Pero es también probable que su coste supere el total del PIB mundial.
¿Cuánto estamos dispuestos a pagar para incrementar la seguridad del 90 al 95%? ¿La misma que ha costado incrementarla del 0 al 90%? Porque ese es el cálculo real. A partir de determinado nivel, el coste se incrementa exponencialmente y empieza a arrastrar a la economía al pozo.
Eso mismo se pregunta el semanario británico The Spectator en su número de esta semana. ¿Dónde está la evidencia científica que justifique las medidas que se nos están imponiendo? ¿Es su coste razonable? Se lo preguntan en Gran Bretaña, se lo preguntan en Alemania y se lo preguntan en Francia. «¿Cuál es el riesgo tolerable?», dicen. Y esto no es ponerle precio a una vida en concreto. Es ponerle precio a la de todos.
Se pregunta eso The Spectator, que suele tratar como adultos a sus lectores, en el mismo artículo en que habla de Isabel Díaz Ayuso como uno de los dirigentes que, en toda Europa, y no sólo a la derecha sino desde cualquier bando del espectro político, plantean el debate de la proporcionalidad de unas medidas que aniquilan decenas de miles de puestos de trabajo, de autonómos y de empresas semana a semana.
Ha llegado la hora de aprender a convivir con el Covid-19. Volvamos a la normalidad poco a poco, con la cautela necesaria, pero ni un gramo más. Exijamos medidas de 2020, localizadas y quirúrgicas, para una epidemia de 2020. Volvamos al siglo XXI.