FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÏS

  • La sensación que queda después de haber asistido a esta última campaña en Cataluña es que podemos retrotraernos a hace cuatro años como si no hubiera pasado nada

Esta noche ya sabremos el resultado de las elecciones catalanas. Lo que no sabremos es si habrán servido para algo, si van a permitir un respiro en la malhadada dinámica que desde hace ocho años ha perseguido a la vida política de este territorio: un sistema político cada vez más fragmentado, que coexiste con una nítida división en dos grandes bloques; dos grandes subculturas, cada una de las cuales se desmenuza después en una multiplicidad de voces. Pero una única gran pregunta existencial, ser o no ser independientes. Frente a ella desaparecen los matices: la discusión en torno a los medios, los tempos, si habrá o no mecanismos de inclusión para la parte a la que eventualmente le toque lidiar con lo peor, la gestión de los asuntos corrientes. La metafísica fagocita a la política propiamente dicha.

Y el caso es que algunos pensábamos que algo debería haberse aprendido a lo largo de los últimos años, tan ricos en convulsiones políticas. Que ningún sistema político democrático puede permitirse el lujo de saltarse las reglas y las disposiciones constitucionales —ahí tienen la toma del Capitolio en Estados Unidos—; que la polarización no es gratuita y acaba impidiendo cualquier tipo de concertación; que no puede abandonarse o preterirse la administración de los servicios públicos básicos; que los datos de la realidad acaban imponiéndose tozudamente frente a cualquier versión interesada sobre ella, eso en lo que tiende siempre a caer la política posverdad.

La sensación que queda después de haber asistido a esta última campaña en Cataluña es que nada de eso cuenta, que podemos retrotraernos a hace cuatro años como si no hubiera pasado nada. Todo sigue igual. La aproximación del Gobierno a Esquerra Republicana, el anuncio de una mesa de partidos para discutir la cuestión catalana, incluso la eventual concesión de indultos para los políticos presos… Nada. Nada ha servido para nada.

La derecha no se ha reciclado lo más mínimo en su visión del conflicto y, desde luego, el independentismo tampoco. No hay estrategia, solo improvisación a partir de las ya manidas consignas. Nadie ha dicho, salvo el candidato del PSC, que todo pasa por conducir el debate por otros derroteros, por favorecer la distensión, por detenerse a pensar mínimamente hacia dónde vamos. Y así ha acabado Salvador Illa, convirtiéndose en la diana sobre la que se dirige todo el fuego cruzado.

Mientras tanto, la pandemia sigue su curso y estamos ya en la mayor crisis económica y social de los últimos tiempos. También da igual. Es incluso mejor para satisfacer algunos de los fines.

El salto hacia el independentismo se produjo en la anterior crisis económica. Cuanto peor, mejor, más débil será el Estado y también el Gobierno. Y cuando esta es la situación, cuando preferimos ignorar —incluso celebrar— los desastres de hoy en nombre de difusos proyectos para el mañana, tanto más enrevesada e imposible deviene la búsqueda de una solución viable. Porque después de estas elecciones tampoco la habrá, se interpreten como se interpreten los resultados; el fantasma de la abstención impedirá llegar a conclusiones contundentes. El elefante de un país partido en dos mitades seguirá ahí. Que la política produzca melancolía es algo a lo que ya nos hemos acostumbrado; lo que no es de recibo es que encima genere impotencia.