Sólo hay dos opciones: o el PNV-EA continúa administrando en precario (que no gobernando) sin mayoría y apoyándose en el antisistema del EHAK/PCTV, o se abre una política de concertación con el resto de fuerzas democráticas. Todo apunta a que Ibarretxe va a optar por prorrogar un final agónico del ciclo, responsabilizando a los demás de no dejarle gobernar.
Unas elecciones producen representación política de la voluntad popular y gobierno de la sociedad para el ciclo político inmediato. Suponen un ajuste de cuentas con el pasado inmediato y marcan el margen de maniobra que la ciudadanía otorga a sus líderes políticos para garantizar la gobernabilidad y la administración de los recursos públicos, de acuerdo con las ofertas programáticas de cada partido. Aunque hablemos de voluntad popular en singular, obviamente, ésta es plural, como lo son sus movimientos electorales. Los mensajes que el comportamiento electoral de los ciudadanos nos transmiten son, por tanto, interpretables y pueden ser contradictorios. En una democracia representativa, como la nuestra, esta tarea de interpretación política postelectoral es clave para acertar en la gobernabilidad de la sociedad. Ésa es la responsabilidad de los políticos, sobre todo, pero la sociedad civil también debe y puede hacer y exigir sus cuentas en esta interpretación. La clave es acertar con la corriente de fondo, positiva o negativa, de la voluntad expresada en las urnas, así como con los mensajes complementarios. Ésa es precisamente la razón de ser del «gobierno mayoritario», sea monocolor o de coalición e inclusivo o de concertación parlamentaria. El gobierno mayoritario que tienen que producir unas elecciones es el que garantice la máxima estabilidad y, sobre todo, productividad política.
La gobernanza democrática es incompatible con un gobierno okupa que administra clientelarmente un presupuesto (no sin trucos y dificultades), pero sin actividad legislativa relevante. Pero también es incompatible con la instrumentalización política o la legitimación de la capacidad de chantaje de opciones, claramente, antisistema y, sobre todo, vinculadas a la violencia terrorista. No digamos nada si tal gobierno precario se lanza a la aventura de poner patas arriba no sólo el entramado institucional fundacional, sino la propia sociedad, y lo hace con la coartada buscada de la división irreductible, la ingobernabilidad o la irresponsabilidad de los demás actores de oposición. De otro modo, en lugar de dar prioridad al gobierno mayoritario y a la concertación, maximizando las corrientes democráticas de fondo, antepone los intereses comunitaristas o de partido. Esto es, precisamente, lo que ha hecho Ibarretxe en la legislatura anterior con su juego de máscaras, alimentando los factores de desestabilización, chantaje o segmentación irresponsable que le permitieron jugar un rebuscado, aunque eficaz, papel de víctima salvadora y fundacional. En el fondo de esta visión populista y plebiscitaria de la gobernación, profundamente antidemocrática, siempre late el empecinamiento inercial de una personalidad autoritaria.
Esta dinámica ha sido posible por la política de frentes inaugurada en el verano de 1998 en Estella por la concertación entre nacionalistas institucionales y violentos, buscando maximizar sus intereses comunitaristas, aun a costa de romper en pedazos a la propia sociedad vasca y sin reparar en la profunda perversión política y moral de pactar, ilegítimamente, con terroristas o preferir concertarse con el antisistema antes que con las fuerzas democráticas. Esta estrategia y su política es la que nos llevó a una ruptura en dos de la sociedad vasca hace cuatro años, y todo apunta a que es la que han rechazado los vascos en las últimas urnas. Seguir en el empecinamiento, como si nada, retrasando el cambio de un ciclo de ocho años perdidos, es una grave irresponsabilidad de quienes por señalamiento mayoritario son los máximos responsables: el PNV, Ibarretxe y sus eventuales socios de Gobierno. Como decía, estas elecciones se producen al final de la segunda legislatura de un ciclo caracterizado por la estrategia de convergencia nacionalista excluyente iniciada en Estella y por el consecuente frentismo político, que se deriva de la radicalización soberanista del conjunto del nacionalismo. El resultado de la misma es el propio plan Ibarretxe, de ruptura constitucional y del consenso siguiendo un guión de secesión unilateral. La escenificación del choque de comunidades en el Parlamento vasco, primero, y de legitimidades, después, en el Congreso de los Diputados constituyó la excusa para poner fin a la legislatura y hacerlo convocando las elecciones en clave plebiscitaria.
En efecto, Ibarretxe solicitaba a los electores vascos un «clamor» en favor de su estrategia y, en menor medida, de su Gobierno, tratando de unificar en el apoyo de su propuesta a toda la comunidad nacionalista a base de guiños y concesiones al radicalismo violento. Aunque, de por sí, esta apelación plebiscitaria y rupturista ya era un elemento de polarización, la división entre las fuerzas políticas autonomistas y el giro estratégico socialista no contribuían al frentismo de alternancia que había definido el final de la legislatura anterior y las elecciones de 2001. La desmovilización adicional de un 10% del electorado hasta casi un tercio (216.481 votantes menos) la han engrosado, casi en exclusiva, votantes populares (el PP ha perdido un tercio de su electorado y casi 120.000 de sus votantes de hace cuatro años, de ellos 24.000 desde las últimas legislativas) y apoyos del Gobierno minoritario tripartito (la coalición PNV-EA ha perdido una cuarta parte de su electorado y 140.000 votos, en tanto que EB/IU pierde un 18% y otros 14.000 votantes, los primeros 34.000 desde las últimas legislativas y los segundos otros 37.000). Es verdad que alrededor de 35.000 de los votos perdidos por la coalición PNV lo son hacia las dos opciones de la izquierda abertzale (Aralar y el nuevo EHAK/PCTV), como devolución de los 80.000 que éstas le habían cedido a cuenta hace ocho años, y que una mínima parte de los votos perdidos por el PP, EB/IU o el propio PNV ha servido para alimentar el discretísimo crecimiento en votos del PSE-EE (19.000 más, pero 64.000 menos de los obtenidos por Zapatero hace un año) o los del rotundo fracaso en solitario de UA (4.000 de los más de 25.000 que llegó a tener en 1994). Pero lo más importante es que la línea de fuerza de la desmovilización (mucho mayor que el contingente electoral cosechado por los antisistema) apunta a que ésta la han protagonizado los sectores moderados del PNV, del PP y de EB/IU descontentos o fatigados con la política de frentes, por un lado, y con la radicalización nacionalista, por otro. Diríamos que no se han decidido a provocar un vuelco o cataclismo electoral (habrá que estudiar por qué), pero han dado a las principales fuerzas políticas del país (el PNV y el PSE-EE) y a sus líderes (Ibarretxe-
Imaz yZapatero-López) un mensaje de cambio y concertación. Por otra parte, la consolidación por Aralar de los 36.000 votos que ya había obtenido en las elecciones forales de hace dos años y la recuperación de los 7.000 por parte de la fuerza reactiva y difícil gobernable de la nueva marca EHAK/PCTV hay que verlas más en clave de realineamiento continuo del nacionalismo, que en clave de radicalización, en todo caso secundaria o colateral. Tampoco vale el argumento de la mayoría nacionalista para gobernar sólo con o para ella, porque esta misma sociedad había producido hace sólo un año (siendo así en elecciones legislativas desde 1993) una foto justamente invertida de la relación entre ambas mayorías alternativas, nacionalista o no.
Lo cierto es que la situación parlamentaria es la más parecida a la de la segunda legislatura iniciada en 1984. En aquella ocasión, y tras la primera legislatura minoritaria nacionalista (con la coalición en la sombra de HB), se produce un empate a 32 entre el PNV y el resto de la oposición encabezada, también, por el PSE (con 19 escaños). El resultado ya es conocido: un camino difícil de concertación que dio paso a un nuevo ciclo político de pactos, pero con consecuencias dolorosas para el nacionalismo (crisis de liderazgo, primero, y ruptura, después). Lo que estuvo claro en aquel momento es que la gobernabilidad no podía serlo en precario y, mucho menos, estar supeditada al chantaje violento, que la lucha contra el terrorismo y la política de pacificación eran prioritarias y que el desarrollo y consolidación del autogobierno eran cosa de todos. Ahora el empate puede ser a 33, los problemas de fondo siguen siendo los mismos, pero el tiempo no ha pasado en vano y las circunstancias y los actores son muy distintos. En efecto, el actual empate se produce en un contexto de ruptura muy distinto a aquél, pero la capacidad de chantaje y fortaleza de los violentos también es mucho menor. Sólo hay dos opciones: o el PNV-EA continúa administrando en precario (que no gobernando) sin mayoría y apoyándose en el antisistema del EHAK/PCTV, que sólo alargaría la agonía del ciclo, o se abre una política de concertación con el resto de fuerzas democráticas, particularmente con el PSE-EE, para abrir una etapa de negociación y consenso que normalice la vida política del país y anule la capacidad de chantaje de los violentos. Sin embargo, todo apunta a que el empecinamiento irresponsable de Ibarretxe y su lectura sesgada del resultado electoral le van a llevar a optar por prorrogar un final agónico del ciclo, aprovechándose de su preeminencia institucional y la hegemonía social del nacionalismo, al tiempo que intentará cargar sobre los demás la responsabilidad de no dejarle gobernar, maximizando cualquier error de éstos. De la responsabilidad y la inteligencia de la otra mayoría depende aprovechar bien esta gran oportunidad para convencerle no de que él es el ganador, pero sí de que sus objetivos políticos han salido derrotados y, por tanto, hay que perder el menor tiempo y energía posibles para iniciar el nuevo ciclo, de momento con él al frente.
Francisco J. Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, director del Euskobarómetro y autor de ‘Los vascos y la política’.
Francisco J. Llera, EL PAÍS, 26/4/2005