EL MUNDO 02/02/14
MANUEL JABOIS
En la muerte de Miguel Delibes escribió Eduardo Jordá que su mundo se había extinguido antes que él con las pesarosas consecuencias que aquello significaba. Los años habían convertido al autor de Las ratas en una suerte de anacronismo a quien se acercaban los jóvenes periodistas a curiosearlo sin haber leído sus libros, atraídos por un universo que ni siquiera habían podido rozar. En el auditorio Miguel Delibes de Valladolid, en medio de una loma de Villa del Prado, junto al Zorrilla, donde azota un viento que congela el rostro y dan ganas de mear caliente al aire libre y lavarse las manos con el orín como Azarías, el PP emprendió un regreso sentimental al fondo de sí mismo, un viaje al mundo antiguo en el que las víctimas del terrorismo permanecían patrimonializadas en exclusiva y los deseos de sus colectivos eran órdenes.
La convención empezó con Fraga y sus alertas antes de morir, en una secuencia narrada como si se tratase de su últimas y sagradas voluntades sobre la unidad del PP y de España (una especie de «¡Viva Iria Flavia!» en clave constitucional), y continuó ayer con un acto de exhibición de sensibilidad. En la atribulada carrera de Rajoy desde su butaca al escenario, pidiendo al hijo del asesinado Manuel Giménez Abad que no se bajase aún para poder abrazarlo allí tras su intervención, se atisbó de golpe la importancia que el PP concedió a su cariño por las víctimas, la necesidad que tenía de ejemplificarlo a estas alturas y que suponía, a ojos de muchos, una suerte de tensa derrota, un mensaje desesperado para mostrarse, a su pesar, atado de pies y manos por la ley.
Una vez digerido el vídeo hecho ex profeso para describir el horror natural del terrorismo y recordar al presidente del Gobierno en primera línea de las manifestaciones, la multitud que llenó el auditorio se dispersó hasta formar afuera una cola esperando la llegada de los taxis. Dentro, un veterano había advertido de la corriente tumultuosa que iba paralela a la normalidad que la Convención se había autoimpuesto, los delicados explosivos emocionales colocados debajo de una política antiterrorista que, en casos como el de Bolinaga, hasta los más crédulos sospechan amañada. Y un miembro del Gobierno explicaba los intentos de reunir a los colectivos de víctimas y desactivar tensiones que, de seguir creciendo, podrían desembocar en un espectáculo obsceno ajeno ya a la política de siglas; pisar una línea roja que en el País Vasco nadie había pisado hasta ahora: apartar la mirada de la banda y el submundo que la excusa para dirigirla adentro, entre las propias víctimas, inoculando un odio que las devore. Las únicas que, en medio de la lucha política y el aprovechamiento de los partidos de su dolor dependiendo de las circunstancias (aquella foto del futuro de Gemma Zabaleta y Jone Goirizelaia contrapuesta a la del pasado, de Rosa Díez y Pilar Elías), han estado protegidas de ruindades.
Ese mundo de ayer, el de la cohesión total con las víctimas, fue lo que quiso recuperar el PP en su Convención con la nueva hornada de dirigentes vascos, los Oyarzabal (que llegó con Soraya), Sémper y Arantza Quiroga. La combinación no terminó de fraguar. Ya no porque el propio ministro Fernández Díaz dijese el día anterior que ETA estaba derrotada y Esperanza Aguirre, vestida de uva tinta y repasando pizpireta los carteles antiguos de su partido, aclarase en la Cope que de eso nada. Más bien se trataba de acoplar el respeto y apoyo a las víctimas con un discurso que ya no es el de la ortodoxia, como sí lo era cuando interesaba, en aquellos días en los que se firmaban cheques en blanco para desgastar a Zapatero. Por eso no estaba ayer, entre otras cosas, José María Aznar, cuya sombra se extendía sobre el auditorio como si aún no se bajase de aquella montaña en la que posó de Cid Campeador de la meseta.
Fuera de esa carga de complicidad afectiva, el PP aprovechó la convención para escenificar el país que sueña en el futuro y del que va adelantando algunos scoops hermosos dándolos por ciertos. Por ejemplo, que ser español es, según González Pons, una de las mejores cosas que se pueden ser en la vida (a González Pons aún no le devolvieron la bici). Que Cristóbal Montoro es, a ojos de Alicia Sánchez-Camacho, el ministro más querido y deseado. Y que el propio Montoro va a bajar los impuestos porque es lo que «sabemos hacer», de lo que se deduce que hasta ahora el Gobierno ha estado haciendo cosas sin tener ni idea. Como suele pasar en España, ha ganado muchísimo dinero.