Kepa Aulestia-El Correo
Ni los partidos ni la sociedad parecen adaptarse a la fragmentación electoral que se anuncia para un 2019 más que laberíntico
El año que ahora comienza se presenta como uno de esos cruciales para la historia política de la democracia. Elecciones locales, autonómicas y europeas a mitad de ejercicio, con el presidente Sánchez barajando su mejor fecha para convocar las próximas generales. Tales citas serían casi rutinarias en cualquier otra circunstancia. Las instituciones han de renovarse cuando menos cada cuatro años. Pero 2019 se anuncia singular, porque una incertidumbre electoral sin precedentes pondrá en entredicho la inercia constitucional del 78, los avances en derechos civiles y en deberes solidarios que se han ido consignando en la última década, el equilibrio asimétrico -y en esa medida conflictivo- de un Estado que se presumía «de las autonomías». Todo mientras la Europa democrática, tolerante, acogedora y hasta compasiva se enfrenta consigo misma, con sus peores instintos, en una batalla que podría ser definitiva en defensa nada menos que del Estado liberal y del bienestar a distribuir entre todos. 2019 se presenta singular, porque anuncia retrocesos al tiempo que invoca avances, cual si se tratara de un año final. Cuando solo queda una única certeza partidaria en toda Europa, la continuidad del PNV al frente de las instituciones vascas. No es un don, es una responsabilidad.
El barómetro del CIS de diciembre ha venido a atenuar los vaticinios de las autonómicas andaluzas. Ha venido a confirmar que el pulso entre las izquierdas y las derechas se libra en el terreno de su respectiva movilización. A recordar que fue la abstención la que dio paso al cambio en Andalucía. Una abstención que interpela a las izquierdas no solo por su manifiesta impasibilidad ante los peligros de involución que denuncian con cierto dramatismo; también porque delata el escepticismo social resultante de las expectativas alimentadas en nombre del progreso y la igualdad. Pero la misma sociedad que ha dado lugar a una fragmentación partidaria sin precedentes en cuatro décadas de democracia, con cinco grupos y más en los legislativos autonómicos, y siete por ahora -con diecinueve miembros en el Mixto- en el Congreso de los Diputados, se muestra indecisa ante semejante atomización de las opciones políticas. Recuérdese además que en las autonómicas andaluzas el voto en blanco y los nulos se multiplicaron por dos. Los ciudadanos, que se muestran divididos en media docena de opciones representativas en cada mesa electoral, tienen dificultades para moverse en tan laberíntico panorama.
El CIS le ha hecho a Pedro Sánchez el único favor que podía prestarle. Ofrece un panorama muy disputado, sin conceder al Presidente socialista una ventaja en cuyos laureles pudiera acomodarse. Todo lo contrario, le advierte de que corre el riesgo de ir debilitándose a medida que se obstine en prolongar la legislatura. En otras palabras, llama su atención sobre la posibilidad de que, al final, se evidencie que su única potestad es la convocatoria -anticipada o no- de elecciones. Por mucho que resulte cansina y socialmente estéril la obstinada reclamación del PP y de Ciudadanos para que Sánchez se someta a las urnas, es indudable que genera un efecto favorable a la oposición: presenta al inquilino de la Moncloa como alguien cuyo poder se limita a decidirse sobre la fecha de las próximas generales. Claro que su optimismo presidencial, que evoca el de Rodríguez Zapatero, le permite albergar la esperanza de que el transcurso del tiempo desgaste aun más a sus adversarios. Con la amenaza de que también podría afectar a sus imprescindibles aliados.
Del mismo modo que los ciudadanos no parecen acostumbrarse a la segmentación partidaria que genera su propia decisión de voto, los partidos continúan afrontando las lizas electorales como si operaran en un entorno bidimensional, y cada uno de ellos representara una alternativa total. Se resisten a metabolizar los cambios, porque resulta más que desconcertante afrontar una disputa a tantas bandas. Y como corren el riesgo de perderse en el laberinto, optan por reducir la complejidad al absurdo de un imaginario bipartito. Al absurdo de sentirse ganadores.