IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sólo las urnas pueden legitimar una iniciativa cuyo simple anuncio está abriendo una profunda herida de discordia cívica

Cuando Felipe González «cambió de opinión» –ahí sí vale la frase—sobre la OTAN y transformó su promesa de salida en la ratificación de la entrada, convocó a los españoles a un referéndum para validarla. La decisión sobre la Alianza Atlántica era legal y legítima, la podía llevar a efecto desde el Consejo de Ministros y respaldarla en su abrumadora mayoría parlamentaria, pero dada su importancia consideró necesaria una votación popular que lo liberase de cumplir su palabra. Y de paso puso a prueba su liderazgo prescriptivo, su capacidad de convicción, su grado de estima ciudadana: vinculó su continuidad en el poder al resultado anunciando que en caso de perder se iría a su casa. Ganó, no sin dificultades, pero tuvo el arrojo de jugarse el envite a todo o nada.

Aquello era un asunto de Estado, una cuestión relacionada con el futuro del país y el ingreso en la Comunidad Europea. La amnistía es sólo el precio de una investidura que Pedro Sánchez quiere armar con el apoyo de los autores de una insurrección de independencia. No hay otra justificación; todo eso de la pacificación de Cataluña, la desjudicialización del conflicto y demás verborrea no es más que quincalla retórica, `bullshit´ político, paparrucha trolera. Incluso los que apoyan la medida lo hacen a sabiendas de que se trata sólo de la cesión a una exigencia, el mal menor ante un chantaje imprescindible para que pueda seguir gobernando la izquierda. Una vulgar compraventa de votos fundada en canijas razones aritméticas.

La sola intención de concederla ya ha creado un cisma en la opinión pública, incluida una parte de los votantes socialistas. Ha dividido también a los catalanes, enfrentado a los poderes del Estado, desautorizado a la Corona y puesto en entredicho la acción de la justicia. Ha amenazado la igualdad ante la ley, desencadenado una oleada de protestas preventivas y otorgado un inédito poder de decisión sobre el conjunto de los intereses nacionales a la minoría separatista. Y ha abierto una herida por donde la legislatura se desangra, antes incluso de echar a andar, en medio de un clima de severa discordia cívica. Ha anulado, en fin, el mínimo consenso institucional y social indispensable en cualquier iniciativa política.

Si quiere legitimarla, el presidente sólo puede hacerlo apelando a la voluntad del único sujeto de la soberanía democrática, que son los ciudadanos de toda España. Sin un pronunciamiento previo, sin una respuesta clara, la investidura quedará viciada de origen por una transacción bastarda. Y como el Gobierno en funciones no puede convocar una consulta, la única solución decente posible es una repetición electoral a la que el debate ya en marcha conferiría inequívocas facultades refrendatarias. Sucede que la evitación de ese supuesto, el miedo a las urnas, es el único motivo real de esta negociación bajo las sábanas. Fuera máscaras.