José Luis Zubizarreta-El Correo
- La polarización produce personalización y sectarización en la política con sus derivadas de lealtad acrítica al líder y rabiosa exclusión del adversario
Perdone el lector esta excursión. Es de ida y vuelta. Obedece a la actitud de quien, siguiendo el consejo de Publio Terencio, «nada humano juzga ajeno» y cree que lo que ocurra en EE UU el próximo día 5 de noviembre no debe dejarle indiferente. Pues bien, topé el otro día con las declaraciones de un joven de 31 años, votante en el decisivo Estado de Pensilvania, que explican la excursión que me permito. Era la víspera del debate entre Donald Trump y Kamala Harris y rezaban como sigue. «Estoy esperando el debate. Estudiaré muy bien qué propone cada uno y entonces decidiré». La base, añadía, será la economía. Y se extendía en lamentos sobre su precaria situación laboral. Titulado universitario, tiene dos empleos que apenas le dan para malvivir y, pese a estar «apoyado por su pareja que le cubre ciertas facturas, no puede esperar a nada mejor» en la actual coyuntura política.
Esas palabras daban pie a sesudos comentarios sobre la importancia de la economía en el desenlace de las urnas y las enfrentadas posturas que los candidatos mantienen al respecto, A mí, en cambio, me parecieron impostadas y encubridoras. Tratándose de un joven formado e informado, de sobra sabía que nada de eso iba a ventilarse en el debate, pero lo ocultaba y se ocultaba. Sonaban a la declaración de quien tenía decidido votar a Donald Trump, pero le avergonzaba confesárselo al periodista. Usaba y probablemente exageraba su precariedad laboral para justificar el voto que no se atrevía a desvelar. Algo así como, «si Harris no me saca de esta injusta situación que padezco -y de la que no me va a sacar-, votaré a quien ya voté en las anteriores elecciones: a Trump».
Y es que, en una sociedad tan polarizada como la actual estadounidense, no vale ya el consejo que le dio el asesor de campaña a Clinton: «Es la economía, estúpido». El asunto va en ésta de atraer para sí, tras asegurarse a los adeptos, a los del ‘para-que-no’. La repulsa del contrario como cebo de campaña. Jugarán los candidatos a ganarse a quienes sólo les unen los sentimientos de rechazo al adversario. Será, pues, una campaña forzada a recorrer caminos embarrados, toda vez que más que de exponer las propias propuestas tratarán de exhibir los vicios ajenos. Algo de eso ocurrió ya en el debate. Y en ello se centraron luego los comentaristas. El leitmotiv de campaña será, pues, ‘para que no gane quien más odias’.
No se trata de una estrategia ideada por astutos gurúes. Viene impuesta, sin escapatoria posible, por la realidad. No cabe otra en una situación en la que el debate razonado de ideas y propuestas ha quedado inevitablemente arruinado y suplantado por una polarización que irremisiblemente lleva a la descalificación personal. Y, a través de ésta, a sus efectos secundarios más perniciosos: la personalización de la política y su sectarización.
Las situaciones polarizadas acaban siempre necesitando de un líder en el que centrar la atención que la política convencional dirige a las propuestas. El líder se impone a lo que él mismo representa y el insulto y la ofensa personal se convierte en invitación que el adversario no puede rechazar. La razón se ve así sometida a la emoción, enardecida al estar comprometida la persona más que el programa. El elector, ya hipersensibilizado por un ambiente de enfrentamiento bipolar, no puede evitar dejarse arrastrar por afectos y adhesiones primarios en vez de por razonamientos reflexivos. Y, si así ocurre en el elector, en el líder se crean ensoñaciones autocráticas que amenazan con acabar sobreponiéndose al respeto de las normas y las instituciones. De él es el éxito y, por tanto, el poder.
El personalismo lleva, por la vía de la adhesión emocional, al sectarismo del elector, que hace acríticamente suyo el punto de vista del líder. La lealtad se convierte en sumisión y la sociedad se divide entre los míos y los otros, donde los primeros gozan de la indiscutible posesión de la razón. El diálogo se hace imposible y el cerrilismo grupal hacia adentro y la exclusión hacia afuera se adueñan de las relaciones. La convivencia queda sustituida por el conflicto y el enfrentamiento. Que no gane el otro es el objetivo y, para alcanzarlo, se comulga con las ruedas de molino que el sacerdote de la secta administre a discreción y se da por despreciable cualquier propuesta que del otro provenga. Al joven de Pensilvania seguro que nada de lo que dijo Kamala le fue útil para escapar de la miserable situación en que decía encontrarse. Acudió al debate predispuesto a no creerla. En ello están y en ello estamos.