Olatz Barriuso-El Correo

  •  Que el 9-J se haya convertido en un plebiscito sobre una presunta conjura contra el Gobierno da idea de hasta qué punto el populismo ha colonizado el debate

Seamos serios. Los casos de corrupción en España, aun cuando sean presuntos, se utilizan, en el lado de los salpicados por el escándalo y, cómo no, en el de sus rivales, para sacar tajada, explotar el victimismo o exagerar las responsabilidades políticas sin que medie una condena o siquiera una acusación formal. A nadie se le escapa que, una vez que un político ha afrontado un proceso judicial, por mucho que el caso sea archivado, resulta muy difícil reverdecer laureles o volver a dónde uno lo dejó. Que se lo digan, por citar dos casos recientes, a Francisco Camps o a Mónica Oltra.

Convendría, por lo tanto, pedir mesura cuando alguien salta a los titulares, pero es también comprensible que, en un país carcomido durante décadas por las corruptelas y los amiguismos, los partidos se hayan puesto serios con el asunto para no perder del todo a una ‘clientela’ en desbandada del compromiso político o incluso, como puede suceder este 9-J, de las propias urnas.

Así se entiende la mano dura con dirigentes como José Luis Ábalos, al que, pese a no estar investigado ni imputado ni siquiera mencionado en el sumario del ‘caso Koldo’, el PSOE apartó de inmediato. O el devenir del presunto fraude fiscal del novio de Ayuso, que empezó diciendo que era Hacienda la que debía dinero a su pareja y ha acabado callando para no ahondar el boquete.

Puede que ni al PSOE ni al PP les funcione la estratagema. Mientras, Vox y un tal Alvise se frotan las manos

Con estos antecedentes y sabiendo como sabemos ahora que Sánchez estaba al tanto de que su esposa figuraba ya como investigada en las resoluciones del juez Peinado cuando publicó la Epístola Número Uno, se comprendía casi mejor la dimisión fantasma, que sus socios se tragaron sin pestañear y todavía no le han perdonado, que el tono victimista de la Epístola Número Dos. Una segunda comunicación directa con «el lector» (sic), sin posibilidad por supuesto de preguntas de la Prensa, en la que, con argumentos tramposos, Sánchez acaba pidiendo el voto en nombre del honor mancillado de su mujer, cuya citación (habría que recordárselo incluso al propio presidente) en ningún caso presupone quebrar su presunción de inocencia.

Que las elecciones europeas se hayan acabado convirtiendo en un plebiscito no ya sobre Sánchez o Feijóo -ni siquiera sobre Gómez-, sino sobre los manejos oscuros contra el Gobierno de una supuesta «coalición ultraderechista» que a nadie le consta que exista da idea de hasta qué punto los usos populistas han colonizado el debate público en España.

Lo más llamativo son los meandros argumentales con que Sánchez busca descaradamente la movilización de sectores muy concretos del electorado. Por ejemplo, las mujeres, a las que apela sin disimulo cuando reivindica «el derecho a trabajar» de su esposa -en cuyo nombre, por cierto, habla- pese a las altas responsabilidades que ostenta «su marido». ¡Como si alguien se lo estuviera negando! No es una cuestión de machismo la que aquí se ventila, sino de decoro, ética y estética en el ejercicio profesional de un familiar cercano del presidente del Gobierno que, presuntamente, podría haberse beneficiado de serlo. Ni más ni menos.

La tesis sobre la conjura político-judicial de la derecha en plena campaña electoral es un intento, de nuevo, de activar al electorado de izquierda más dispuesto a escandalizarse por vivir en esa España del fango, las cloacas y el ‘lawfare’ que pinta Sánchez. Aunque entre el original y la copia, los electores también tienen la opción de volver a Pablo Iglesias, que dice lo mismo pero dando nombres. Rasgarse las vestiduras por la sospechosa coincidencia de los tiempos judiciales con los políticos no es una invención de Moncloa: ya lo hizo, por ejemplo, el PNV cuando se quejó amargamente de que la apertura del juicio oral del ‘caso de Miguel’ se comunicara a cinco días de las generales de 2016. Ni Sánchez ha descubierto América ni es seguro que, ni a él ni a Feijóo, les funcione la estratagema. Mientras, Vox y un tal Alvise se frotan las manos.