ABC-IGNACIO CAMACHO
El programa son ellos. Nos piden el voto por afinidad, por apego, como quien reclama un débito natural de parentesco
ESTAMOS a cuarenta días de las elecciones y todavía ningún partido ha hablado en serio de su programa. Hasta hoy sólo se conocen algunos eslóganes con adverbios de tiempo –ahora, siempre, tal vez mañana– en torno al concepto de España. Insistir en la idea de nación no deja de ser una redundancia en fuerzas políticas que aspiran a gobernarla, por más que la tensión separatista la convierta en necesaria y que cierta izquierda exquisita se refugie en el término de «país» como elipsis abstracta. Pero un lema no es un proyecto ni una causa; sólo una apelación emocional envuelta en el conjuro evocador de las palabras. En realidad, estos comicios van de eso, de estados de ánimo, de percepciones primarias y de vagos impulsos ideológicos estimulados por la maquinaria de la propaganda. Desde la primavera hasta aquí la partitocracia no tiene nada nuevo que ofrecer y además sabe que no le hace falta.
El programa son ellos. Los líderes de unas formaciones que no han sido capaces de superar su propio bloqueo. Se presentan sin aclarar siquiera cuáles son sus preferencias en las inevitables alianzas de gobierno, al grito de «votadme y luego ya veremos». Piden el voto por afinidad (¿con qué?), por simpatía, por querencia, por apego, como quien reclama una relación natural de parentesco. Y sobre todo, lo piden para que no ganen «los otros», esa imprecisa y extensa personificación de lo ajeno en la que los existencialistas cifraban la única identidad reconocible del infierno. El otro día, una dirigente del recién nacido partido de Errejón fue incapaz de señalar una sola diferencia entre sus propuestas –que admitió no tener esbozadas– y las de Podemos. Es decir, que lanzaban su candidatura como una mera operación de diseño: una carcasa vacía, un nombre hueco y unas personas cuyo único reclamo es el de haber roto con sus antiguos compañeros.
Nadie puede señalar tampoco demasiados rasgos distintivos entre, por ejemplo, el PP y Ciudadanos, cuya competencia por los matices de un mismo espacio sólo sirve para disminuir la eficacia de sus resultados. Sánchez, en cambio, recurre al sincretismo para ensanchar su campo: puede asumir sin el menor reparo cualquier característica de sus adversarios. Su oferta es la del rey del camuflaje, el político anfibio, el que subió al poder aupado en los separatistas y ahora los amenaza con el 155, el que ofreció a Iglesias un pacto con el que luego dijo que no podría dormir tranquilo, el que cambia cada día, a veces cada hora, de discurso, de táctica y de principios. No necesita singularizarse porque tiene la propiedad de parecerse a cualquiera siempre que el disfraz ecléctico le sirva para atornillarse en la presidencia. Y mientras el resto porfía por «no ser» los otros, él diluye su mismidad para presentarse como el hombre-sistema con el objetivo de continuar gobernando con quien y como buenamente pueda.