GABRIEL TORTELLA-El Mundo
El autor sostiene que el rechazo categórico a Vox por parte de la izquierda y el centro tiene un claro antecedente histórico en España: el veto puesto por la izquierda y el centro en 1934 a la CEDA.
El rechazo categórico a Vox por parte de la izquierda y el centro tiene un claro antecedente histórico: el veto puesto por la izquierda y el centro en 1934 a la CEDA, el partido de la derecha católica capitaneado por José María Gil Robles, que había ganado las elecciones de noviembre de 1933. La recién fundada CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), que, como su propio nombre sugería, era una amalgama de grupos conservadores de distintos pelajes, se mantenía en una posición ambigua sobre su adhesión a la República y sobre su relación con grupos minoritarios monárquicos y fascistas. En realidad, había más razones para exorcizar a la CEDA entonces que a Vox ahora. La más importante de todas, a mi entender, era la proliferación de grupos fascistas en plena Gran Depresión y, sobre todo, el golpe llevado a cabo por Hitler en 1933, que, después de ganar legítimamente las elecciones y ser investido canciller, en pocos meses proclamó la dictadura absoluta de su partido y comenzó a perseguir y asesinar a sus enemigo políticos y a los miembros de la minoría judía. Más tarde se comprobó que Gil Robles no tenía nada de nazi, sino que era un cristiano demócrata dispuesto a respetar las normas democráticas y republicanas; pero su deseo de sumar y aglutinar a todas las fuerzas conservadoras le hizo cometer el error de mantenerse en esa falsa y sospechosa ambigüedad.
El error de Gil Robles y la intransigencia irresponsable de la izquierda provocaron una catástrofe política en 1934 que puede considerarse como el prólogo a la Guerra Civil. Gobernar una República sin contar con el partido que había ganado claramente las elecciones (aunque no con mayoría absoluta) era difícil y poco democrático. El presidente, Niceto Alcalá Zamora, por diversas razones, no todas confesables, era partidario del veto, y dio el poder a Alejandro Lerroux, que también había obtenido un buen resultado, pero que necesitaba los votos de Gil Robles para mantenerse en el poder: los obtuvo sin condiciones. Aun así, era muy difícil gobernar porque la rotunda derrota de la izquierda imponía serias rectificaciones a su política, lo cual provocaba graves disensiones incluso dentro de la coalición vencedora. En el propio partido de Lerroux, su lugarteniente, Diego Martínez Barrio, provocó una grave escisión, que forzó la disolución del Gobierno. Después de una serie de intentos breves e infructuosos de formar otros gobiernos sin contar con la CEDA, a primeros de octubre de 1934, Alcalá Zamora tuvo que llamar de nuevo a Lerroux y admitir que éste incluyera en su Gobierno a tres ministros de la CEDA (pero no a Gil Robles). Entonces se armó la marimorena: la izquierda y los separatistas se alzaron en armas, en especial, en tres puntos: Madrid, Barcelona y Asturias. Las insurrecciones de Madrid y Barcelona fueron sofocadas en un par de días. En Asturias tuvo lugar una pequeña Guerra Civil que duró un mes y dio lugar a violencia inaudita por ambos bandos, y que además dio ocasión al general Francisco Franco a lucirse y convertirse en un héroe para la derecha. La insurrección de Barcelona (dos años después de la aprobación del Estatuto de Autonomía) fue obra del Gobierno catalán, encabezado por Lluís Companys, y sofocada por orden de Lerroux por el capitán general de Cataluña Doménech Batet, que por cumplir la legalidad fiel, proporcionada y eficazmente se ganó el odio implacable de sus paisanos separatistas y fue luego fusilado por Franco. Las secuelas de la insurrección de octubre del 34, consecuencia del veto a la CEDA, contribuyeron poderosamente a los odios y rencores que estallaron el 18 de julio de 1936; fueron, repito, la antesala de la Guerra Civil.
Hay, afortunadamente, muchas diferencias entre entonces y ahora. Aunque se ha extendido el populismo de derechas por Europa, este movimiento, por alarmante que sea, no puede compararse a los movimientos fascistas y nazis del siglo pasado. Vox, por otra parte, aunque tiene rasgos populistas, ni es fascista, ni parece tener estrechas relaciones con los otros populismos europeos. La Gran Recesión de 2007-15 ha tenido rasgos en común con la Gran Depresión de 1929-39, pero ha revestido menor gravedad, por razones que sería muy largo enumerar. Parece por tanto injustificado el trato que está recibiendo este partido. Por parte de la izquierda parece natural, por muchos motivos, entre otros que el anatema a «las tres derechas» le ha rendido dividendos electorales. Por parte de Ciudadanos la intransigencia parece menos comprensible, máxime cuando necesita sus votos para gobernar en Andalucía, en Madrid, y en muchos otros sitios.
Pero aún más incomprensible resulta la línea roja del Ciudadanos con el PSOE. Mientras no obtenga mejores resultados electorales, Cs está abocado a cumplir su papel de partido de centro, contribuyendo a la gobernabilidad de España y haciendo uso del poder que tienen los partidos bisagra para imponer unas políticas y vetar otras. No se trata de vetar partidos en bloque, sino las políticas que a Cs le resultan inaceptables. Comprendo que las políticas del PSOE a raíz de la moción de censura del año pasado le parecieran a Cs inaceptables; a mí también me lo parecieron. Pero la relativa debilidad parlamentaria actual de los socialistas permitiría a Cs hacer una contrapropuesta al gratis total que pide el PSOE: podría proponer un acuerdo exigiendo la renuncia a cualquier pacto con los separatistas, incluyendo la infamia cometida en Navarra.
PODRÍA reforzar la postura del PSOE frente a Unidas Podemos, relegando a esta partido a un papel de mero apéndice prescindible. Podría exigir un mayor rigor y responsabilidad en la política económica, forzando al PSOE a enfrentarse seriamente con los problemas del déficit, la deuda y las pensiones. Pero, sobre todo, podría demostrar que el gran talón de Aquiles de la política española, el enfrentamiento cainita entre izquierda y derecha, que ha dado oportunidades de poder claramente desproporcionadas a los separatistas, se había terminado gracias a Cs. Esto podría marcar un hito histórico en la política española que Cs podría justificadamente atribuirse, tanto más cuanto que el partido nació en Cataluña con la misión principal de combatir el separatismo. Y si el PSOE rechazara esta oferta de apoyo condicionado, la responsabilidad recaería claramente sobre este partido, que tendría que explicar su negativa ante el electorado.
Se podrá responder a mi razonamiento que el PSOE de Pedro Sánchez no es de fiar; es cierto. Tanto Sánchez como su antecesor, Rodríguez Zapatero, han dado sobradas muestras de doblez. Pero Cs podría siempre retirar su apoyo si Sánchez volviera al fraude como la burra al trigo. Se me dirá también que Albert Rivera prometió solemnemente durante la campaña no colaborar con Sánchez en ninguna circunstancia. Fue un error, pero subsanable. Sin suscribir el cinismo de Enrique Tierno («Las promesas electorales están para no cumplirlas»), el defendella y no emendalla está muy bien para Las Mocedades del Cid, pero no para política real. Las bases de Cs no le echarían en cara la rectificación; al contrario. Así, Cs habría llegado al verdadero poder, sólo un escalón por debajo de gobernar: proponer y vetar las políticas del Gobierno de la nación; y además aparecería ante los españoles como un partido que se arriesga al servicio de ellos, de los ciudadanos. Hoy, afortunadamente, no se trata de evitar la Guerra Civil; pero sí se trata, principalmente, de demostrar, de una vez por todas, que se puede cerrar el paso al separatismo. No es poca cosa.