ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

EL CONTRAPUNTO El partido de Abascal puede ser un socio necesario, bastante más respetable que PNV o CiU

VOX ha irrumpido con tanta fuerza en el mapa demoscópico español que la mera mención de su nombre produce escalofríos. «¡Fascistas!», exclaman los biempensantes de guardia en los medios de comunicación, perfectamente cómodos con la presencia e influencia de Podemos. «Extrema derecha», descalifican, altivos, personajes tan asociados a la corrupción socialista como Susana Díaz, quien reta a sus adversarios a pronunciarse sobre eventuales pactos con esa fuerza equiparando sus siglas a una suerte de lepra contagiosa. «Voto inútil», se afirma con fingido desprecio desde las filas populares, donde sigue sin calar la idea de que el bipartidismo ha muerto.

El grupo de Santiago Abascal inquieta porque crece de día en día pescando en caladeros múltiples. Es una realidad derivada de factores preexistentes, que debería llevar a sus adversarios a formularse algunas preguntas en lugar de limitarse a negarla o recurrir al insulto. Claro que la célebre sentencia de Machado sigue vigente: «En España, de cada diez cabezas nueve embisten y una piensa».

Jaime Mayor Oreja, ese formidable analista político condenado a la maldición de Cassandra, lleva tiempo advirtiéndolo: «Al actual vista a la izquierda seguirá un vista a la derecha, como ha ocurrido en toda Europa y también en Estados Unidos». El movimiento giratorio ha empezado a producirse y VOX es el reflejo de ese pendulazo: un partido de derecha radical populista, semejante al Frente Nacional francés o Alternativa por Alemania. El alter ego de Podemos en el extremo opuesto del arco, tan democrático (o no) como cualquiera de sus rivales y desde luego infinitamente menos peligroso para la estabilidad del país que su oponente de extrema izquierda, toda vez que, a diferencia de la formación que encabeza Pablo Iglesias, defiende la unidad nacional, la propiedad privada y la vigencia de la Constitución, al menos mientras ésta no se cambie siguiendo los cauces legales establecidos.

Vaya por delante mi rechazo absoluto a sus posturas eurófobas. Aunque solo fuese por ese motivo, yo jamás escogería su papeleta. Y hay muchos más. Pero de ahí a demonizar al partido, dista un trecho de hipocresía que no estoy dispuesta a recorrer. Vox es la consecuencia de un gran número de elementos, empezando por la implantación de una dictadura del pensamiento políticamente correcto que proscribe del debate público cuestiones tan acuciantes como los problemas derivados de la inmigración descontrolada y siguiendo por el desafío golpista instalado impunemente en Cataluña, sin olvidar la progresiva difuminación ideológica del PP, que bajo el mandato de Rajoy perdió buena parte de sus señas de identidad. Ignorar esas circunstancias es desenfocar por completo la cuestión. Vox no es un intruso que haya venido a «robar» votos a Moreno Bonilla o Casado, entre otras cosas porque esos votos no son de su propiedad y porque los de Abascal muerden también en la porción de pastel que hasta hace poco tiempo correspondía a los morados. Esa derecha tan antipática a los ojos de la izquierda de «chaise longue» comparte preocupaciones con los sectores más desfavorecidos de la sociedad y también con los más hartos de relativismo y cobardía. Representa en buena medida a la «España de los balcones» que aplaude su actuación en los juzgados catalanes y su exigencia de justicia para las víctimas del terrorismo. Ocupa un espacio abandonado de manera irresponsable por los demás. Por eso, si PP y Ciudadanos aspiran a expulsar del poder a este PSOE abrazado con orgullo a comunistas y separatistas, sin perder un ápice de buena conciencia, más vale que asuman la idea de aceptar a Vox como un socio necesario, bastante más respetable que PNV o CiU.