ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
Vox recoge todo ese hartazgo y lo lleva a su papeleta. ¿Populismo? Es probable. Pero el diagnóstico lo clava
POR mucha virulencia que desplieguen en la crítica las mismas televisiones que rinden pleitesía cada día a los dirigentes de Podemos, mientras restan importancia al golpismo catalán. Por mucha desvergüenza que exhiba el presidente del Gobierno al denunciar la disposición de PP y Ciudadanos a pactar en Andalucía con un grupo al que califica de antidemócrata, olvidando que él está en ese despacho gracias al apoyo de la extrema izquierda y el separatismo, Vox no es el problema. En todo caso sería la consecuencia del problema, su más reciente manifestación; no su causa ni su origen. Vox es el resultado inevitable de una larga serie de equivocaciones imputables a los políticos y predicadores mediáticos que ahora se llevan las manos a la cabeza. Mientras no se corrijan esos errores y se enderece el rumbo de la Nación, esas siglas seguirán creciendo.
Santiago Abascal no es el problema. Nunca ha llamado a la violencia ni instigado a sus seguidores a desviarse del cauce legal. Antes al contrario, empezó su andadura plantando cara al terror en su País Vasco natal, donde tuvo en su padre, Santiago, al mejor ejemplo de coraje y resistencia. Santi militó desde la adolescencia en el PP de Jaime Mayor y María San Gil, recibió amenazas de muerte, creció rodeado de escoltas, aguantó lo indecible. Cuando Rajoy llegó al puente de mando y cambió la línea estratégica de su partido, se acercó al PNV, acató los pactos suscritos por Zapatero con ETA y renegó implícitamente de todos aquellos que habían sostenido en tierra hostil la bandera de la libertad, empezando por los más valientes. Cayeron abatidos, con saña, San Gil, Abascal, Regina Otalola (la heroína de Lizarza) y algunos otros reacios a seguir la nueva política de apaciguamiento. Santiago no tiró la toalla y continuó defendiendo con ahínco aquello en lo que creía, sin desviarse un ápice del marco constitucional.
Ni Vox ni su líder son por tanto el problema de España, por mucho que griten «¡al lobo!» los prebostes de la corrección política. Podrán gustar más o menos (a mí, por ejemplo, me rechina su eurofobia), encajar o no en los ideales de cada cual, pero desde luego no constituyen una amenaza para la estabilidad nacional. El problema real al que nos enfrentamos en este momento es el intento obstinado de destruir nuestro país que protagonizan los gobernantes de Cataluña (asistidos por los vascos desde la retaguardia) con el dinero de todos los españoles, ante la indiferencia cómplice del Ejecutivo que debería impedirlo. El problema es la violencia impune de los CDR que bloquean vías de comunicación, acosan a jueces en sus domicilios y ocupan las calles cuando les place, como si fuesen de su propiedad. El problema es la cobardía o complicidad de los responsables de la seguridad, que han abandonado a su suerte a los catalanes de bien. El problema es que nuestra ley electoral otorga un poder desproporcionado a los instigadores de esas revueltas. El problema es la corrupción sistémica, incrustada en amplias esferas de la vida pública, que ha colmado la paciencia de unos ciudadanos hartos de pagar la fiesta a base de impuestos confiscatorios. El problema es la negativa de Pedro Sánchez a convocar elecciones. El problema son las homilías constantes de esa izquierda infinitamente satisfecha de sí misma, que reivindica sin cesar derechos y jamás habla de obligaciones. Vox recoge todo ese hartazgo y lo lleva a su papeleta. ¿Populismo? Es probable. Pero el diagnóstico lo clava.