FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Otros días vendrán es una sugestiva película del director barcelonés Eduard Cortés que narra la peripecia de una profesora de instituto –madre separada que cuida de su padre enfermo de alzhéimer– que se ve envuelta en una tumultuosa relación por internet con un menor obsesionado con ella. Fernando Guillén, fallecido hace unos años, encarna el anciano que, en su senilidad desasistida de memoria, se guía por la casa entre pequeños letreros con el nombre de las cosas.

Un buen día, este náufrago del tiempo se planta ante el empañado espejo del cuarto de baño y atina a descubrir la identidad de ese desconocido que le mira desde el cristal con la barba enjabonada. En un chispazo de lucidez, se reconoce en el extraño. Con pulso tembloroso, acierta a garabatear sobre el humedecido vidrio: «¡Yo!». Lo hace temeroso de que, en un tris, se evapore el rostro rescatado del pozo de la desmemoria. Cuando la cámara filma un primer plano de su cara, su lagrimal recobra un cauce tantos años seco y la gota llorosa resbala abriéndose paso por su árida mejilla.

El asombro de aquel enfermo de alzhéimer cuando su desconocido yo relampaguea en el espejo es similar al de muchos andaluces al centellear una mayoría de cambio en las urnas de este 2 de diciembre. Por vez primera en 40 años de autonomía, esa mayoría no tenía por qué pasar ineludiblemente por el hasta ahora partido único de Gobierno. El PSOE podía pasar a la oposición al no valerle esta vez muleta alguna –IU, PA o incluso Cs en anteriores legislaturas– para frenar su progresivo declive, tras dos décadas de mayorías absolutas.

Cuando parecía regir en Andalucía lo dicho sobre México por Jean-François Revel, uno de los grandes intelectuales del siglo XX, en el sentido de que en la «dictadura perfecta» del PRI amaban a los ladrones de lo público y los votaban en homenaje al virtuosismo que acreditaban en esos hurtos al erario, muchos votantes se han desembarazado de la acción corruptora del poder ejercida por el PSOE con la ayuda de poderosos instrumentos propagandísticos como Canal Sur y su proyección del régimen andaluz como el mejor de los mundos posibles.

Por eso, si no quieren traicionar los votos recibidos ni el compromiso adquirido, el PP y Ciudadanos deben forjar el Gobierno de cambio que han dispuesto las urnas, una vez que Susana Díaz ha perdido el órdago plebiscitario que lanzó anticipando unos comicios que le libraran del pedrisco desatado por Pedro Sánchez con su alianza con el populismo neocomunista y el independentismo a fin de llegar a La Moncloa con 84 escaños de nada.

Esa extrema unción ha sido juzgada inadmisible por la comunidad que siempre votó socialista como ninguna y se ha convertido casi en su extremaunción. Ello ha hecho que se derrame ese vaso de la paciencia que, con una corrupción institucionalizada –con dos ex presidentes sentados en el banquillo durante la campaña electoral–, ya estaba a punto de desparramarse. No ayudó nada la sublime arrogancia de una presidenta que no aprendió lección tan básica ni cuando fue humillada en las primarias socialistas al querer ganarlas bajo palio. En un caso, redujo Andalucía a Canal Sur; en el otro, el PSOE a sus barones.

Ciertamente ese Gobierno de cambio de PP y Cs, en el tanto montará el uno como el otro bajo la Presidencia de Juan Manuel Moreno Bonilla, al que Dios ha venido a ver con la peor cosecha electoral del PP, sólo es factible si se suma un inesperado invitado. Si bien se especulaba con que Vox tendría asiento en el antiguo Hospital de las Cinco Llagas, sus expectativas se han disparado a 12 escaños gracias al efecto llamada dispensado primordialmente por la propia Díaz tratando de fracturar el voto del centroderecha y así dejar otra vez en la estacada la posibilidad de alternancia al sur de Despeñaperros.

Vox, que dudó en concurrir, estaba predestinado a recoger el desgaste de un PP que, con un líder nacional por consolidar, se había dejado por el camino parte de su identidad y sus principios más genuinos en el mandato de Rajoy. Para colmo, la aplicación timorata del artículo 155 de la Constitución, cuando al ex presidente ya no le quedó otra debido a la proclama golpista del separatismo catalán, y sus titubeos sin fin le reportaron un protagonismo añadido a Vox, al ejercer con éxito la acusación particular en la causa judicial contra los artífices del 1-O.

Si Podemos congregó a los indignados de la crisis económica y de la corrupción, Vox se ha beneficiado de la inoperancia de los dos grandes partidos nacionales frente al desafío independentista, junto a la renuencia de éstos a afrontar problemas fuera de la agenda pública, pero sí en las conversaciones de la gente que convive puerta con puerta con los mismos. Visto con perspectiva histórica, se diría que se asiste a una vuelta al mapa político preconstitucional con la refundación populista del Partido Comunista de Santiago Carrillo y de la Alianza Popular de Manuel Fraga.

Es verdad que Podemos reniega tanto de la reconciliación nacional expresada en la ejemplar declaración del PCE en 1956 donde se estipulaban las bases para superar el cainismo que abocó a la fratricida Guerra Civil como de la asunción de la bicolor enseña carolina tras su legalización en el Sábado Santo Rojo de abril de 1977. Por su lado, Vox entraña la reposición 3.0 de la AP de Fraga, que no era menos rotunda y populista (garbancera) que Vox y Abascal para su tiempo.

Esa regresión se ha visto facilitada por el enmohecimiento del PP que supo reunificar a todo el centroderecha con Aznar, pero que ha dejado desguarnecido sus flancos derecho (Vox) e izquierdo (Cs). La gran diferencia –lo que habla del retroceso democrático y de la convivencia al cabo de 40 años– estriba en que Pablo Iglesias, perjurando de la España constitucional que cimentaron los comunistas de entonces, no se dejaría presentar por Abascal, como sí hizo Carrillo con Fraga en su histórica conferencia de octubre de 1977 en el madrileño club Siglo XXI. Más bien lo proscribiría.

A esta reconfiguración del mapa político ha coadyuvado la desnacionalización del PSOE a raíz del aterrizaje de Zapatero y su entente con el nacionalismo –formalizada en el Pacto del Tinell de 2003– para tender un cordón sanitario en derredor del PP, de modo que la derecha sólo pudiera retornar al Gobierno con mayoría absoluta. Esa ruptura con el PSOE de González obró el nacimiento en Cataluña –allí donde el maridaje con el nacionalismo hizo al PSC indistinguible– y su posterior extensión a toda España de Cs, favorecido igualmente por el aguado de un PP al que el pragmatismo de Rajoy hizo incoloro, inodoro e insípido.

Primordialmente, Cs y Vox son hijos naturales de la falta de reacción al problema nacional de los dos grandes partidos paradójicamente nacionales (PSOE y PP, respectivamente). Así lo ha entendido el electorado, por mucho que sus damnificados no quieran ver el fondo del asunto y prefieran tacharlos de aquello que les plazca para desahogar su frustración.

Incluso se incurre en el esperpento de que dos socialistas antinacionalistas (Valls y Borrell), al ser boicoteados los actos que desarrollaban en Barcelona y Bruselas por la extrema izquierda independentista, miraran para otro lado endosando los mismos al clima supuestamente creado por un partido que acaba de aflorar y que todavía está por granar como Vox. Una burda coartada para buscarse su equidistancia con secesionistas declaradamente xenófobos y supremacistas que proceden, sin rehusar a la violencia, contra el resto de españoles como si fueran extranjeros en su propia tierra.

Por descontado, Vox es un melón por calar en cuyo seno pueden cohabitar como en la AP tanto quienes dieron su sí a la Constitución, quienes se lo negaron u optaron por abstenerse. No obstante lo cual, más allá de los prejuicios y apriorismos, nada hasta ahora lo inhabilita para que sus ineludibles votos se añadan al PP y Cs para facultar la alternancia en Andalucía. ¿Acaso es de mejor naturaleza que Vox la marca andaluza de Podemos para que el PSOE se fosilice en el poder otros 40 años, al modo del PRI mexicano, cuando la líder de Adelanta Andalucía, Teresa Rodriguez, comenzó a asaltar los cielos participando en la destrucción de la histórica puerta del Rectorado de la Universidad de Sevilla en 2002 y convocó protestas contra el desenlace electoral la misma noche de autos al verificarse su sonado fiasco, tras dejarse 300.000 votos en el envite? Un hecho insólito en la España democrática y claramente importado de ultramar.

La realidad, por compleja que sea, hay que hacerse cargo de ella. Esa vicisitud plantea dilemas como el de Vox y que hay que afrontar olvidándose de frentismos que obnubilan la mente y cierran la razón. A este respecto, el gran intelectual canadiense Michael Ignatieff, en su obra Fuego y cenizas, donde biografía su experiencia en la política, concluye que no es posible refugiarse en la pureza moral si se quiere lograr algo, pero tampoco sacrificar todo principio.

Ateniéndose a ello y partiendo que la política es el arte de lo posible, PP y Cs deben elucidar esa disyuntiva mediante un pacto a tres en el que los puntos cardinales sean los propios de un sistema democrático. Nada que ver, obviamente, con el sectarismo de cierta izquierda totalitaria que se arroga el derecho del que carece a dispensar patentes de demócrata. Sin duda, esa izquierda reaccionaria ha descubierto que etiquetar es la forma más cómoda de no querer entender el mundo.

Por tanto, PP y Cs deben atenerse a la celebérrima máxima de que los compromisos obligan: Pacta sunt servanda, y más cuando se contraen abiertamente con el cuerpo electoral. Un PP que anda tratando de recuperar el prestigio perdido y un Cs que no se puede permitir perderlo, si no quiere quedarse a mitad de su andadura, deben hacer un ejercicio de madurez para que Andalucía ande y luzca de veras.

Merced a ello, quebrando una dinámica de años de rutina en los que se había hecho costumbre votar al PSOE, otros días llegarán a Andalucía, una vez que una mayoría de sus ciudadanos han escrito yo con su papeleta, reconociéndose nuevamente a sí mismos, como el anciano amnésico de la película de Eduard Cortés. Caso de no dar el exigido paso adelante, Andalucía sería la tumba del centroderecha, como lo fue para la UCD convocar un referéndum autonómico el 28-F de 1980 para abstenerse. Aquella enseñanza no debiera olvidarse.