ELISA DE LA NUEZ-EL MUNDO

La autora recuerda el consenso internacional para diferenciar entre la violencia que sufren las mujeres en cuanto tales y la llamada doméstica, y 

LA RECIENTE irrupción de Vox en el Parlamento andaluz y sus exigencias iniciales en materia de lucha contra la violencia de género para apoyar la investidura del candidato del PP, han hecho saltar todas las alarmas. Y no sin razón, más allá de que finalmente el acuerdo alcanzado entre las dos formaciones no haya recogido un cambio de las normas y las políticas públicas en este ámbito por la Junta de Andalucía como reclamaba Vox. Recordemos que por violencia de género se entiende la que se ejerce contra mujeres y niñas por el mero de hecho de serlo. Se trata, por tanto, de una violencia que sufren las mujeres por su condición de tal, diferente de la denominada violencia doméstica o intrafamiliar que pueden padecer también los varones en ese entorno. Hay un consenso internacional en diferenciar entre una y otra en la medida en que sólo la primera se considera una manifestación extrema de la desigualdad entre hombres y mujeres. En este sentido, podemos citar el Convenio de 11 de mayo de 2011 del Consejo de Europa, ambicioso tratado internacional sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica (más conocido como Convenio de Estambul) que fue ratificado por España en 2014 y que, por tanto, forma parte de nuestro ordenamiento jurídico. Su finalidad es ir armonizando la normativa en materia de lucha contra la violencia de género de los distintos países europeos e incorporar los avances que se realizan desde las ciencias sociales para un tratamiento integral del problema.

Algunas de las novedades que introduce este Convenio (la definición de varios tipos de violencia de género, la física, la psicológica, la económica y la sexual, la ampliación del concepto de víctima de violencia de género a los hijos o personas en situación de dependencia de la mujer que la sufre y que conviven en un entorno violento y a las madres cuyos hijos hayan sido asesinados) ya se han ido incorporando a nuestro ordenamiento jurídico. Así ha sido en Andalucía en concreto a través de la Ley 7/2018, de 30 de julio, por la que se modifica la Ley 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas de prevención y protección integral contra la violencia de género.

En España no parece que hasta ahora este tipo de medidas –todas, insistimos, ya recogidas en normativa internacional y que van adaptándose a los avances de los estudios cada vez más numerosos en la materia– hayan suscitado mucha polémica partidista. Más bien al contrario: hace apenas año y medio se aprobó en el Parlamento nacional un Pacto de Estado contra la violencia de género (algunas de cuyas medidas se han empezado a poner en marcha mediante Real Decreto-ley) y ya sabemos que en España no es fácil llegar a este tipo de acuerdos. No cabe duda de que la lucha contra la violencia de género tiene carácter transversal en un país que es referente internacional en muchas de las prácticas para combatirla.

Por otro lado, las actitudes de los españoles en este ámbito son coherentes con las de sus representantes políticos. Según el barómetro del CIS de junio de 2017 sobre percepción social de la violencia sexual, los ciudadanos tienen claro que las desigualdades entre hombres y mujeres persisten: un 15, 6% considera que son muy grandes y un 53,1% que son bastante grandes frente a un 22,8 % de entrevistados que consideran que son pequeñas y un 6% que las ven como casi inexistentes. También es cierto que la mayoría de los encuestados (59,2%) considera que las desigualdades son menores que hace 10 años. La actitud hacia lo que es tolerable socialmente en las relaciones entre hombres y mujeres también se ha endurecido. Así se desprende de las reacciones a las afirmaciones del tipo de que son las mujeres las que han podido provocar con su conducta, su vestimenta o por otras circunstancias una agresión sexual: la mayoría de los encuestados se muestra muy en desacuerdo. Estamos ya muy lejos, afortunadamente, de los tiempos en que se consideraba que llevar una minifalda era ir provocando.

Algo parecido cabe decir sobre la tolerancia en relación con los comentarios o sugerencias de tipo sexual no deseados (inaceptables para el 62% si bien entienden que no deben de ser necesariamente castigados por la ley) o los tocamientos no deseados (inaceptables para más del 67% y en este caso si se consideran que deben de sancionarse legalmente). El resto de este barómetro ofrece resultados similares en relación con conductas que no hace tanto tiempo alarmaban poco, salvo a las mujeres que las padecían. En definitiva, hemos progresado como sociedad en el sentido de que somos más conscientes de que las mujeres no sólo deben de ser iguales que los hombres, sino que tienen derecho al mismo grado de libertad y de confianza en que no van a ser agredidas sexualmente. Y para esto el 93% de los encuestados opina que es esencial educarles a ellos y a ellas en el consentimiento sexual.

Por supuesto, quedan muchas cosas por hacer y cada víctima de violencia de género supone no sólo una tragedia humana sino también un fracaso en la medida en que una muerte es el indicador más evidente de que algo ha fallado en nuestro sistema de prevención. Pero también hay que ser conscientes de que somos de los mejores países del mundo para nacer mujer (según los analistas del Institute for Women, Peace and Security de la Universidad americana de Georgetown que tienen en cuenta varios indicadores, entre ellos los de violencia de género) de modo que sólo estamos por detrás de Islandia, Noruega, Suiza y Eslovenia. Teniendo en cuenta estos resultados cabe pensar que en general nuestras políticas en materia de igualdad –y no sólo en violencia de género– están funcionando razonablemente bien aunque, insistimos, quede todavía mucho camino para la igualdad real entre hombres y mujeres. En este sentido, las masivas manifestaciones del 8 de marzo del año pasado pusieron de relieve tanto el carácter transversal de esta reivindicación como la voluntad de seguir avanzando en esta igualdad efectiva que exige, entre otras cosas, un reparto más equitativo de las tareas domésticas y del cuidado de hijos y mayores que sigue recayendo de forma desproporcionada en muchas mujeres que, además, también trabajan fuera de sus casas.

Por esa razón, sorprende un tanto la irrupción en el ámbito político de propuestas que podrían poner en riesgo lo mucho conseguido en la lucha por la igualdad y en particular en la violencia de género. ¿De verdad que hay tantos votantes detrás de estas propuestas? Para entenderlo, quizá convenga analizar si hay algún motivo o alguna inquietud concreta –más allá de las generales de descontento con el sistema, la resistencia a los cambios, la sensación de no contar o la nostalgia por tiempos pasados que suelen compartir los que votan a partidos de extrema derecha– que justifique que Vox ponga encima de la mesa la revisión de las políticas de violencia de género.

Volviendo de nuevo a la encuesta del CIS, podemos encontrar una primera respuesta: si bien un 61% de los españoles considera que las agresiones sexuales se denuncia en pocas ocasiones, sí hay un 27% de los entrevistados que piensan que a veces hay denuncias falsas. Como es sabido, los datos no avalan esta percepción, dado que el número de condenas por denuncias falsas en este ámbito es ínfimo, aunque también hay que tener en cuenta que las condenas no siempre son fáciles de obtener en un entorno familiar complejo, con un alto componente emocional, con menores implicados y con un procedimiento penal muy garantista como es el nuestro. Por otra parte, el que se archive una denuncia por violencia de género no quiere decir que la denuncia sea falsa; simplemente lo que ocurre es no había prueba suficiente del delito o que la conducta denunciada no está tipificada penalmente. Aun así, dado que la diferencia entre realidad y percepción parece demasiado elevada, ¿puede haber algo más?

¿PUEDE la existencia de una denuncia suponer ciertos beneficios sociales o incluso procesales en procedimientos de divorcio traumáticos? ¿Cabe que se estén llevando a cabo protocolos de actuación demasiado estrictos por parte de la autoridad o agentes de la Policía judicial a la hora de detener a denunciados por violencia de género? Algo de eso puede haber, de ahí la importancia de extremar el rigor y la deontología de los profesionales que intervienen en estos casos. En cuanto a las detenciones, la redacción del art. 492 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal deja al criterio del agente la detención del denunciado si hay motivos racionales suficientes para creer que ha cometido un delito, por lo que es posible que algunos agentes prefieran curarse en salud y actuar de forma preventiva en una cuestión muy sensible para la opinión pública. En todo caso, conviene recordar que los así detenidos pueden solicitar siempre un procedimiento de habeas corpus. Aun así, puede ser razonable revisar estos procedimientos y protocolos para evitar detenciones innecesarias pero sin olvidar que en último término habrá que ponderar siempre las circunstancias del caso concreto y sobre todo el riesgo para la posible víctima, por ser mucho mayor el bien jurídico protegido en este caso (su vida) frente al del presunto agresor (privación de libertad por poco tiempo).

Podemos preguntarnos también si es cierto que se permite la vulneración del principio de presunción de inocencia en las normas sobre violencia de género que pueda justificar el temor de un hombre a ser considerado culpable por el mero hecho de serlo frente a la denuncia de una mujer. La contestación es negativa, dado que la Ley 1/2004 de 28 de diciembre de Protección Integral contra la violencia de género no altera el régimen general de la presunción de inocencia en el ámbito penal, aunque sí es cierto que recoge una asimetría legal entre la punición de determinados delitos según que los cometa un hombre o una mujer (por ejemplo, en coacciones, amenazas o injurias) siendo la pena mayor si quien los comete es un hombre. Esta asimetría fue declarada constitucional en su momento por el Tribunal Constitucional no sin un importante debate técnico que aún sigue.

Por último, quizá sea conveniente evaluar –como debería hacerse siempre en relación con cualquier política pública– el entramado institucional en torno a estas políticas. Las instituciones públicas o asociaciones que con dinero público se dediquen a combatir la violencia de género no pueden quedar al margen de la exigencia de una adecuada transparencia y rendición de cuentas que nunca hay que temer cuando se funciona adecuadamente. En definitiva, solo siendo rigurosos con los defectos que puedan tener nuestras políticas de violencia de género evitaremos la demagogia de hacer bandera de cuestiones en la que hay un enorme consenso en la sociedad española. Se lo debemos a las víctimas.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.