Isaac Blasco-Vozpópuli

Pese al trasiego de peones, o quizá por ello, el discurso propio ha cuajado en un puñado de cuestiones esenciales

Santiago Abascal es una persona más permeable de lo que aparenta. La ruptura con un tótem de la radio le supuso un elemento de preocupación tal como para llevarle a un retiro de fin de semana en el que participó a su círculo de confianza la enorme desazón que esto le generaba. Han pasado muchos meses de aquello y, pese a la inquietud del presidente del partido por la pérdida de ese altavoz mediático, las encuestas reflejan que las palabras se las sigue llevando el viento: Vox goza de una envidiable salud demoscópica apuntalada por el voto joven, si bien conviene no olvidar que la curva electoral de la considerada por Feijóo la mejor muleta de Sánchez se parece mucho a la que podría trazar un sismógrafo, característica de las adhesiones (y los odios) evanescentes.

La renuncia de Juan Garcia-Gallardo, que pasó de trabajar como pasante en el despacho de su padre a convertirse en el primer dirigente de Vox con responsabilidades relevantes de gobierno cuando ya se le fue poniendo cara de vicepresidente, ha vuelto a recordarnos que este es un partido en absoluto convencional, al que el movimiento en su trastienda, lejos de pasarle factura, le fortalece.

García-Gallardo no es Henry Kissinger, pero solo por haber sido el primero en tocar pelo administrativo a gran escala, hubiera merecido menos hierro que un ultimátum de parte del secretario general, Ignacio Garriga: o te pliegas o te vas. Lo ha contado el propio defenestrado para añadir, como si se tratara de algo nuevo, que la dirección malbarata el «capital humano» de un partido que se conduce desde la madrileña calle Bambú y desde ninguna otra coordenada.

La impresión razonable apunta a que la implacable aniquilación de la discrepancia es tomada como un valor por su parroquia

La lógica bipartidista -heredera del turnismo canovista más que de la propia Transición- llevaría a concluir que un grupo que se conduce en su casa bajo la premisa del control férreo, y hasta de la depuración, no lo querría nadie para ponerse al frente ya no de un país, sino de una comunidad de vecinos de Chamberí. Pero, en el caso de Vox, la impresión razonable apunta a que la implacable aniquilación de la discrepancia es tomada como un valor por su parroquia, y no tanto como una anomalía del sistema de representación política, como ocurre, sin ir más lejos, con el sanchismo.

En realidad, los códigos genuinos del líder no han cambiado, aunque sí lo han hecho los lugartenientes. El que sigue pétreo es Abascal, el mismo al que, por ejemplo, sacaban de quicio las pacaterías con que Rocío Monasterio trataba de condicionar en Madrid la relación del partido con el PP de Ayuso. Porque Abascal será permeable, pero es más testarudo que permeable. Pese al trasiego de peones, o quizá por ello, el discurso propio ha cuajado en un puñado de cuestiones esenciales.

El exvicepresidente de Castilla y León atribuye su caída a que Vox se ha convertido en un proyecto sin alma. Pero el lastre real nada tiene que ver con el supuesto desprecio al capital humano de la cúpula que remata Abascal, sino a la falta de cuadros salidos de ámbitos cualificados y no de los ajustes de cuentas personales. Los que advirtieron de esa carencia, ya no están.

Abascal será permeable, pero es más testarudo que permeable

El Ejido, en Almería, fue el primer bastión electoral de Vox, su santuario iniciático. En las municipales de 2019, acaparó el 30 por ciento del voto. Presentó como candidato a la alcaldía a un abogado hijo de uno de los tres asesinados por magrebíes en los sucesos de febrero de 2000, cuando los enfrentamientos entre los vecinos y la población inmigrante conmocionaron a toda España. El partido entró en la coalición de gobierno liderada por el PP, la lista ganadora.

La experiencia naufragó por dos razones: un exceso de tutela desde la dirección nacional y una patente bisoñez en la gestión municipal que supieron aprovechar los populares.

Los que advirtieron de esa carencia, ya no están. Y Abascal no ha hecho nada por ponerle remedio