JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • La rentabilización de la desgracia es la técnica de Trump que utilizan Abascal y otros líderes de Vox. Los fundadores del partido se desmarcan, asustados, de su ‘delirium tremens’

Las esquirlas del discurso de Trump han impacto en el cuerpo político de sectores ciudadanos y políticos europeos. El año 2016, primero en junio con el referéndum del Brexit y luego en noviembre con la elección del actual presidente de los Estados Unidos, el mundo occidental se introdujo en una nueva fase. Estallaba el populismo nacionalista en la primera potencia mundial y su gran representante se instalaba en la Casa Blanca. Pareció que la ucronía de Philip Roth se cumplía. El escritor norteamericano publicó en 2004 una historia inquietante (‘La conjura contra América’): en 1940, los ciudadanos estadounidenses hacían presidente al mítico y filonazi aviador Charles Lindbergh, apartando a Franklin Delano Roosevelt.

Se trataba de una fabulación, pero 12 años después alguien con ideas que no serían muy distintas a las del Lindbergh que nos presenta Roth —Donald Trump— se instaló en la Casa Blanca. Y es que la realidad siempre supera a la ficción y no hay acontecimiento que haya sucedido o esté sucediendo —la pandemia, por ejemplo— que no fuera intuido o previsto por visionarios perspicaces. Incluso los ciclos de la historia nos orientan sobre el carácter circular de los comportamientos colectivos con incidencia política.

La estela del discurso abrupto, bronco, a veces brutal y siempre prepotente de Donald Trump ha creado escuela y lo ha convertido en el líder del proyecto alternativo a la democracia convencional y representativa que cuajó en Estados Unidos y en Europa después de la II Guerra Mundial. Trump ha deteriorado las libertades norteamericanas sin alterar la letra de la vieja Constitución de 1787, remozada por hasta 27 enmiendas introducidas entre 1815 y 1992.

Lo ha hecho despreciando su espíritu, quebrando las convenciones consuetudinarias que ha ido imponiendo el devenir de la convivencia de su pueblo, explotando al límite sus amplios poderes presidenciales y hasta traspasándolos con impunidad, execrando a los medios de comunicación críticos tanto con discursos difamatorios como con el empleo de las nuevas tecnologías, que han provocado el desplome de la intermediación periodística. Trump transparenta en sus maneras zafias —hablando, comiendo, gesticulando— la calidad ínfima de sus ideaciones y de su proyecto. Y perfila así, con una nitidez extraordinaria, su pulsión totalitaria.

No estamos a salvo de la efectiva significación política de Trump, gane o no las elecciones, e incurrimos en un serio riesgo de involución democrática si es reelegido. Porque el mundo occidental —y nuestro país— está transido por un sentimiento que el presidente de los Estados Unidos ha explotado con particular pericia: el miedo, porque es una sensación que, en palabras del clásico, nos induce a ver las cosas peores de lo que son.

Habría quizá que remontarse a los años treinta del siglo pasado para recordar un periodo de temor social tan extendido como lo está en 2020. Por alguna razón, el Papa acaba de recordar lo que ocurrió en aquellos años al aludir a la derogación por el nazismo de la Constitución de Weimar. Los alemanes se echaron en brazos del ‘hombre fuerte’ —por la decisión de un hombre débil, el presidente Paul von Hindenburg, que en 1933 nombró canciller a Adolf Hitler tras unas elecciones espurias—. Luego, sobrevino el desastre.

Salvando todas las distancias, y recordando que la ucronía de Roth ya nos lo advirtió, la onda expansiva de una victoria electoral de Trump llegaría con fuerza a Europa. Reforzaría el populismo nacionalista inglés de Boris Johnson y daría el espaldarazo a los líderes autoritarios de Hungría y Polonia, entre otros, y a las extremas derechas iliberales en varios países.

Y tendría efecto en España, en donde las condiciones socioeconómicas, sanitarias, laborales e institucionales son las adecuadas para que germinen los sentimientos más negativos: temor, incertidumbre, exclusión y desconfianza. La rentabilización de la desgracia —una técnica tan trumpista— estuvo resumida en el discurso de Santiago Abascal, presidente (¿mascarón de proa?) de Vox, en la sesión plenaria del Congreso con motivo de la moción de censura contra Pedro Sánchez el pasado día 21. En España, este supermartes en EEUU también lo es para Vox. Gana con Trump en la Casa Blanca y pierde sin él en la presidencia.

Este lunes, tanto en este diario como en otros, los asustados fundadores de Vox Alejo Vidal-Quadras, Ignacio Camuñas y Luis González Quirós— reclamaban a su propia criatura “moderación”, nada menos que “liberalismo” y abandonar las “excentricidades” y la “sobreexcitación”. Hablan estos personajes de factores internos en Vox que son de “derecha en ‘delirium tremens”. Y aciertan, pero lo hacen demasiado tarde. De ahí que el discurso de Pablo Casado se haya producido con una oportunidad milagrosa, porque fue un auténtico rescate de la derecha democrática española. Una disertación que dejó “perplejo” a Abascal pero que descolocó a Pedro Sánchez.

La izquierda —ahí están los tuits de Pablo Iglesias— cree que confrontar con Vox le es rentable y que el regreso del PP a su identidad liberal-conservadora es poco menos que una contrariedad. Lo cierto es que parar la dinámica que eclosionó en Occidente el año 2016 en las dos grandes democracias mundiales —Reino Unido y Estados Unidos— es una tarea que convoca a la derecha y la izquierda.

Este es el momento para conducirnos como nos aconsejó Hannah Arendt: “La esencia del pensamiento no es el conocimiento sino el que distingue el bien del mal, entre lo bello y lo feo; y lo que yo busco es que pensar dé fuerza a las personas para que puedan evitar los desastres en aquellos momentos en que todo parece perdido”. Este es el tiempo en el que muchas cosas parece que lo están. Y es momento de pensar y no solo de sentir, de controlar esas emociones miedosas que nos llevan al abrazo con los dictadores, a las expresiones de violencia y al desaliento colectivo.