IGNACIO CAMACHO-ABC

La estigmatización nacionalista del Rey coloca a Sánchez en un aprieto que cuestiona su política de acercamiento

DERROCADO Rajoy y con Sánchez en pleno cortejo de aproximación a «Le Pen» Torra –la comparación es del propio presidente–, los independentistas han señalado al Rey como su siguiente objetivo. No es que aspiren a destronarlo sino que el nacionalismo necesita alimentar sus mitos insurgentes mediante la invención sucesiva de enemigos. Como al nuevo Gobierno no lo pueden denostar por ahora, al menos mientras anden cruzándose guiños, han elegido la Corona como diana preferente de su campo de tiro. Les viene bien para agitar la leyenda de la herencia del franquismo y además el Monarca no puede entrar al trapo, ni devolver los insultos, ni darse siquiera por ofendido. Ahora ya incluso sale gratis quemar sus fotos porque los tribunales europeos tienen sentenciado que no es delito. Es el muñeco perfecto para la liturgia del vudú político.

La estigmatización de Felipe VI es un proyecto concertado para replantear la estrategia victimista del agravio. Al tiempo que Torra, tras entrevistarse con Puigdemont, posaba de resentido en los Juegos del Mediterráneo, Artur Mas ha pasado media semana en Madrid reclamando en cenáculos de opinión pública una disculpa oficial del Jefe del Estado. Tienen el discurso de octubre clavadito en el entrecejo porque saben que fue el dique que frenó el golpe cuando la nación amenazaba colapso. Esa intervención convierte al Rey en el perfecto malo, el adversario alegórico contra el que estimular a los radicales y mantener vivo el delirio republicano. Tampoco se trata de nada nuevo: ya lo han abucheado en el fútbol y le montaron un escrache callejero el último verano, cuando fue a Barcelona a solidarizarse con las víctimas de los atentados. A estas alturas don Felipe tiene hasta un gesto ensayado –entre hierático, solemne y preocupado– para aguantar las hostilidades sin parecer débil ni antipático. Ya está curado de espantos ante esa cínica doblez nacionalista de molerte a palos con una mano mientras te tienden la otra para el diálogo.

Pero Sánchez sí tiene algo que decir ante todo esto. El líder del Gobierno no se puede quedar de brazos cruzados ante un ataque institucional contra quien firma su nombramiento. Ni hacerse el sueco para que el ruido ambiental no incomode su flamante política de gestos. La ofensiva soberanista no admite dejación de responsabilidades ni benevolencia con el desafuero. Antes de recibir a Torra en la Moncloa, el presidente está en la obligación de hacerle saber que su actitud condiciona cualquier acercamiento. Primero por simple dignidad, porque la famosa distensión resulta incompatible con manifestaciones de animadversión y de desprecio, y luego y sobre todo porque esa Corona hostigada por el supremacismo catalán simboliza al país entero. Es un engorro para sus planes pero cuando aceptó los votos separatistas debía de haberse leído las contraindicaciones del prospecto.