José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Tras el alienante traslado de la política vasca al Congreso, las elecciones municipales y forales son un regreso a Euskadi para dirimir lo que más de cerca nos toca

Queda aún casi una semana para que empiece la campaña electoral. Y nunca como en esta ocasión la habíamos deseado con tanta ansiedad. Quizá sea que aún nos queda la esperanza de que su inicio suponga el fin de esta precampaña que, sin normas que la regulen, está convirtiéndose en el espectáculo más esperpéntico y descabellado que la política nos ha ofrecido en los últimos tiempos. Nos haremos, por fin, conscientes, cuando esto acabe, de todo lo que está en juego en la política de proximidad y nos habremos librado del ensordecedor ruido que ha llenado el espacio público a raíz de esta desvergonzada anticipación de lo que sólo podrá dirimirse en los comicios de final de año. El último circo que el pasado día 2 se montó en la fiesta de la Comunidad de Madrid fue la gota que llenó el vaso de la paciencia ciudadana y el penúltimo paso en el camino hacia la degradación que, de un tiempo a esta parte, recorre la vida pública española, junto con los corifeos mediáticos que han decidido servirle de comparsa. Es tiempo ya de que la lucha entre rivales, por descarnada que sea, se lleve a cabo en un marco ordenado por normas y límites. Lo que estos días hemos visto se parece más, en cambio, a una pelea de patio de colegio que a un debate político, por mucho que sus promotores pretendan disimularla con palabras que de aquél sólo conservan un débil y remoto eco. Se arrojan, de continuo, unos contra otros, términos que van de «neoliberal» o «autoritario» a «fascista» o «antisistema» y con los que se remeda un debate de hueca grandilocuencia.

Para nosotros, los que en Euskadi vivimos, las cosas habrán vuelto doblemente a su cauce. No sólo, digo, por poder ocuparse de lo que de verdad toca, tratándose de elecciones municipales y forales, sino por haber rescatado nuestra política de un período de alienación, en el que, trasladada a Madrid, parecía haber abandonado el espacio que siempre le había sido propio. Hemos pasado, en efecto, una legislatura en la que se ha hablado más –aunque no más se haya hecho– de lo que los grupos específicos vascos –nacionalistas y abertzales– han trajinado en el Congreso que de lo que se ha ventilado en el Parlamento de Vitoria o en las Juntas Generales de nuestros territorios, por no hablar de los siempre olvidados ayuntamientos. Admítase o no, con esta práctica se ha visto devaluado nuestro autogobierno más incluso que con la invasión que haya podido sufrir alguna competencia. Autogobierno es también –y cuánto– autoconciencia, que es, por cierto, todo lo contrario de alienación. A partir del próximo viernes, las cosas habrán vuelto, pues, a su ser y lo que más de cerca nos toca, al debate entre diversos pareceres y, sobre todo, al escrutinio de nuestra propia opinión pública. De lo que ésta decida el próximo día 28 dependen en gran medida nuestra prosperidad, bienestar y convivencia.

Por otra parte, la rivalidad que toda campaña electoral implica no sólo discurrirá más ordenada en nuestro caso por normas y límites, sino que se desarrollará con menor belicosidad. En primer lugar, los dos protagonistas que en el Estado se enfrentan de manera tan encarnizada juegan entre nosotros un papel modesto. Y, en segundo, si en el Estado la lucha se plantea en términos de todo o nada y como cuestión de estricta supervivencia –hasta tal extremo han llegado las cosas–, aquí prevalece un cierto sentir ciudadano de que, sea cual fuere, el desenlace se quedará en una continuidad mayor o menor, sin probabilidad de ruptura o vuelco espectacular. La distribución del poder lleva largo tiempo asentada en Euskadi y no se han dado circunstancias especiales que la hayan trastocado. Las rivalidades y las dependencias, el rechazo y los entendimientos, están tan arraigados que no son previsibles cambios generalizados de alianzas que puedan desestabilizar el sistema. Aún no se han resuelto las secuelas de un pasado turbulento como para que alguien se arriesgue a romper el ‘statu quo’, poniendo su propio futuro político en entredicho. Caben, por supuesto, cambios de alianzas en una u otra institución, pero, por relevantes que sean para los directamente afectados y para la correspondiente ciudadanía, no comportarían la desestabilización de un sistema general que sigue contando con el consenso ciudadano. Si acaso, el desinterés y la inhibición que produce un resultado más o menos sabido y esperado podrán manifestarse en términos de abstención, que, por lo que parece, será el enemigo al que todos los partidos deberán enfrentarse en la campaña.