JOSEBA ARREGI-El Correo

No se trata de construir nación sobre identidades, lenguas o sentimientos de pertenencia, sino sobre la base del principio de ciudadanía, igualdad y libertad, sobre derechos y obligaciones

Ni siquiera el nacionalismo vasco –garena izateko bidean, en camino a ser lo que somos es lo que lo define– puede estar eternamente anunciando la llegada de un nuevo estatus sin que tal llegada se produzca. Al final el PNV se ha visto obligado a enseñar las cartas con su propuesta ante la ponencia pertinente del Parlamento vasco.

Unos se han fijado en que no se reclama la autodeterminación incluyendo un referéndum vinculante. Otros han leído lo contrario. Casi todos coinciden en que plantea un sistema confederal para España, con relación bilateral entre dos sujetos políticos distintos e iguales. Los que han estado elevando a los altares al nacionalismo vasco llamado moderado o pragmático, en contraste con la deriva del nacionalismo catalán, ven cómo los nacionalistas vascos les desvisten el santo.

Es cierto que desde el fracaso del plan Ibarretxe el PNV ha dado a entender que no estaba por la labor de reeditar el mismo planteamiento. Pero, como es habitual en el PNV, la reflexión tras el pacto de Estella/Lizarra y el plan Ibarretxe nunca superó el nivel de la táctica para llegar al nivel de la estrategia, al nivel de replantear en profundidad los supuestos y principios que condujeron a aquella apuesta. A lo más que ha llegado el nacionalismo vasco es a decirse que así no; que de intentarlo, y nunca ha dicho que no fuera a hacerlo de nuevo, debería hacerlo de otra forma, debería seguir otra táctica. Aquí es donde entran los términos de pactar, dentro de la ley, con la bendición de todos los que deben darla, pero planteando lo mismo.

La propuesta se asienta en la idea básica del nacionalismo vasco: la legitimidad de su actual autogobierno se deriva de su propia historia, de la realidad foral, de los derechos históricos, y no de la Constitución española. El PNV ha aceptado el Estatuto sabiendo que para ello era necesaria la Constitución, pero sin implicarse en la aceptación de la misma. Y cuando recurre a la Constitución es para aferrarse a que esta asume y respeta los derechos históricos, abre la puerta a su actualización, creyendo que puede leer el conjunto de la Constitución desde esa disposición adicional, y no al revés: la disposición adicional desde la lógica que recorre el conjunto del texto constitucional. La Constitución importa al nacionalismo vasco porque asume y respeta los derechos históricos, pero estos no dependen en su legitimidad de ella, le preceden y su legitimidad es distinta de la constitucional.

Recientemente escribía Daniel Innerarity en estas mismas páginas que la cuestión del derecho a decidir es irresoluble cuando en un mismo espacio social se encuentran dos demos distintos, dos sentimientos distintos de pertenencia. Si se prioriza uno de ellos, se relega el otro, y viceversa. Siendo esto así, la única salida que proponía era recurrir al principio de subsidiariedad, trabajar en lo concreto, ir aumentando el autogobierno, restando dependencias y conquistando grados mayores de independencia, porque nadie está contra el principio de subsidiariedad ni contra el aumento del autogobierno, especialmente cuando nadie sabe lo que significan en realidad y en concreto ni la una ni lo otro.

El problema radica en el planteamiento mismo, y es el problema al que no se enfrenta el nacionalismo vasco, ni ningún otro nacionalismo. No se trata de que la cuestión de que la presencia de demos distintos, de pueblos distintos en una sociedad sea irresoluble. La cuestión fundamental y la que importa es saber cuál es el fundamento posible de la comunidad política, saber si se puede constituir comunidad política sobre la base de la diferencia etnolingüística, sobre la base de la diferencia en el sentimiento de pertenencia, o si la vía adecuada para la constitución de comunidad política no hay que buscarla en lo que hace a gentes diversas sujetos iguales en derechos, libertades y obligaciones –sin referencias a credos, ideologías, identidades o sentimientos de pertenencia, a clases sociales–.

Es sobre la base de la ciudadanía sobre la que se puede constituir comunidad política, una comunidad política en la que los ciudadanos pueden ser diferentes en su forma de vivir la cuestión religiosa, o no vivirla en absoluto, pueden ser portadores de distintas identidades, manejarse en el ámbito de distintos sentimientos de pertenencia. Y todo ello, sin desintegrar la comunidad política porque ésta se conforma a partir de la igualdad de todos en libertades y derechos y limitaciones.

El autogobierno puede ser mejor o peor, incluso cuando va acompañado de sobrefinanciación: se puede gastar el doble en la educación de los alumnos en primaria y conseguir peores resultados en los exámenes PISA que comunidades que gastan la mitad. El gastar el doble en sanidad puede garantizar listas de espera menores, pero no contar con hospitales que estén entre los diez mejores de España. El aumento del autogobierno no es un principio mágico ni produce resultados mágicos. A veces puede ser mejor, a veces puede ser peor, otras muchas veces puede ser simplemente indiferente. Lo que no es indiferente es poder gozar de libertad de conciencia, de libertad de identidad, de libertad de sentimiento de pertenencia, de libertad de interés –identidad no es un concepto normativo, sino descriptivo–. Existen normas para las acciones, pero lo que tenemos que ser no puede ser objeto de una prescripción. La presentación de la identidad y la constatación de identidad no poseen ninguna significación normativa (Hermann Lübbe).

La democracia no se decide en la forma de resolver la cuestión del demos, de los distintos demos en pugna, sino en la pregunta del fundamento que posibilita la constitución de la comunidad política. No se trata de construir nación sobre identidades, lenguas o sentimientos de pertenencia, sino de constituir comunidad política sobre la base del principio de ciudadanía, sobre la igualdad y la libertad, sobre derechos, limitaciones y obligaciones. No debemos permitir que nos impongan un debate que no conduce a nada.