El Correo-JAVIER ZARZALEJOS
En Cataluña sólo puede hablarse de normalización a costa de cerrar los ojos o minimizar la estrategia independentista
El objetivo de Pedro Sánchez es «deshinchar» el problema catalán. «Deshinchar» no significa otra cosa que conseguir que el conflicto se caiga de las primeras páginas de los periódicos y que se instale la imagen de que se está produciendo la normalización, o mejor aún el ‘deshielo’, en un curioso préstamo semántico del lenguaje de la Guerra Fría. Sánchez parece creer que la persistencia ruidosa del conflicto sólo beneficia a Ciudadanos y al PP –tan necesitado de algo que le beneficie– y, por otra parte, que si su política de apaciguamiento con Torra y los demás consigue ciertos efectos anestésicos, los socialistas podrán culpar al PP de ser ellos –no el secesionismo– los responsables del enconamiento del problema, eso sí, al mismo tiempo que se ponen de ejemplo de lealtad al Gobierno de Rajoy.
La cuestión que suscita esta estrategia es cuánta realidad puede ignorar Pedro Sánchez para que prevalezca esa imagen que ha querido empezar a pintar en su reciente reunión con Quim Torra en Moncloa. Porque, en efecto, sólo puede hablarse de normalización a costa de cerrar los ojos o simplemente minimizar la estrategia independentista en Cataluña. Sostener, como ha titulado algún medio en Madrid, que Torra ha vuelto al autonomismo es una ligereza analítica o es sencillamente una manera de engañarse. Y en el asunto catalán los que tenían que acertar en el diagnóstico ya se han engañado más de lo que sería excusable.
Torra se presentó en Moncloa con su lazo amarillo, habiendo vetado al Rey y recordando que la autodeterminación es la clave. Y salió igual. El dirigente catalán acudía a Madrid elegido gracias al voto de dos prófugos de la justicia –que el Gobierno de Rajoy no impugnó–, con el 155 levantado sin que medie rectificación alguna por su parte y con su red clientelar y administrativa reconstruida sin demasiado esfuerzo después de un periodo de intervención estatal puramente epidérmica y coyuntural.
En su viaje a Madrid, Torra dejaba ya en prisiones catalanas a los políticos presos por rebelión (el más grave delito que cabe contra el orden constitucional). Unos pocos días antes, el Gobierno (de Madrid) en aras de la distensión había levantado el control financiero de la Generalidad. Por si faltara algo, Torra se reunía con el jefe de Gobierno de cuya mayoría parlamentaria forma parte desde que prosperase la moción de censura el pasado 1 de junio. Es decir, Sánchez se reunía con un socio parlamentario, no con el jefe de un Gobierno autonómico continuador del unilateralismo golpista. Si seguimos el análisis, nos encontramos con que los deseos de distensión de Sánchez no cambian el hecho de que cuenta con 84 diputados en el Congreso, esa minoría insólita para un partido que pretende ser de Gobierno, una situación objetivamente mala para la estabilidad del país, pero que constituye el verdadero escenario de ensueño para los nacionalistas con pretensiones de ruptura; una minoría que augura buenos tiempos para los próximos intentos de ruptura blanda o dura según dicte la coyuntura, ya sea en versión confederal vasca con referéndum ‘habilitante’ incluido, o bien en la versión insurreccional de la independencia por las bravas como el intento de Puigdemont.
En lo político, Torra no ha renunciado a nada. Sánchez no reconoció la autodeterminación de Cataluña. No podía, ni Torra lo esperaba. Pero a cambio obtuvo del presidente del Gobierno la confesión de ser partidario ferviente de España como «nación de naciones», esa absurda idea de «naciónmatrioska» nacida en la mente calenturienta de un diletante con pretensiones de medievalista como Antonio Carretero Jiménez. Eso de la «nación de naciones» remite a la pregunta que Patxi López dirigió al hoy presidente del Gobierno cuando este pugnaba en las primarias de su partido: «Pero, Pedro, ¿tú sabes lo que es una nación?». Merece la pena buscar en Google lo que contestó Sánchez, nada ajeno, por cierto, a una posición bien arraigada en el PSOE.
Pero, además, situando la autodeterminación como el tema a tratar –aunque fuera para rechazarla– Torra ha conseguido que Moncloa asuma que hay que hablar de eso; que es la autodeterminación –y por tanto la soberanía– y no la autonomía lo que toca. En eso de marcar la agenda, tampoco Sánchez ha querido que nada se interpusiera entre él y la distensión unilateral con los nacionalistas catalanes.
Sostener que en estas circunstancias los secesionistas catalanes se sienten derrotados, abrumados por el despliegue de benevolencia de Sánchez, arrepentidos de su mala cabeza de meses atrás, es una interpretación muy difícil de justificar con una mínima fidelidad a la realidad. La reacción al auto de procesamiento que suspende de sus cargos a los procesados por rebelión y la resolución del tribunal de Schlewig-Holstein sobre la entrega de Puigdemont solo por el cargo de malversación insiste en desmentir a los que ven, no se sabe por qué, una debilidad en el campo independentista que no aparece por ningún sitio.
Produce vergüenza ajena que todavía, por enésima vez, los analistas que no han dado pie con bola tratando del conflicto catalán insistan en que esta vez sí, que ahora de verdad el independentismo se resquebraja; que Torra está en las últimas y que el talante de Sánchez ha obrado el milagro. No, no hay ninguna razón para pensarlo. Nada ha ido como se decía y, por eso, han venido las sorpresas, la incomparecencia del Estado, la renuencia a la hora de adoptar las medidas constitucionalmente legítimas que han pasado por la Cataluña insurreccional sin los efectos estructurales que debían haber corregido una patología que compromete en una medida tan grave el marco constitucional y las reglas del juego en el que la democracia debe desarrollarse. ¿Ha vuelto el oasis catalán? No, solo ha vuelto su espejismo; el que confunde a los viajeros cansados.