Editorial-El Español

La decisión de RTVE de retirarse del Festival de Eurovisión 2026 y, lo que es todavía más absurdo, de no emitir las galas del certamen, constituye un acto de censura impropio de una democracia madura.

Los españoles que deseen ver la final del 16 de mayo en Viena tendrán que recurrir a VPN, YouTube, canales extranjeros o, en un guiño histórico involuntario, quizá viajar a Perpiñán, como hacían sus padres y abuelos durante el franquismo para ver películas que la dictadura consideraba moralmente inaceptables.

La comparación no es gratuita. Porque el Gobierno y la dirección de RTVE consideran ‘obscena’ la participación de Israel en un concurso de canciones.

Una obscenidad moral, se entiende, no sexual.

Pero el resultado es el mismo. Los ciudadanos españoles se verán privados de un festival que siguen millones de europeos cada año porque las autoridades han decidido que no deben verlo.

Es paternalismo de Estado en su expresión más pura.

Las contradicciones de esta decisión son tan evidentes que resulta difícil tomarla en serio como gesto político coherente.

Porque RTVE, por ejemplo, retransmitió sin pestañear el Mundial de Atletismo de Tokio en septiembre, donde Israel competía con normalidad.

La polémica Vuelta a España, por su lado, contó con el equipo Israel-Premier Tech. Y aunque las ministras de Sumar celebraron los escraches contra los ciclistas israelíes, nadie propuso dejar de emitir la carrera.

Pero Eurovisión, un festival de canciones, resulta, al parecer, intolerable.

Más llamativo aún. El Benidorm Fest 2026, que hasta ahora servía para escoger al representante español en Eurovisión, se celebrará según lo previsto, nadie sabe muy bien por qué, con sus dieciocho artistas ya seleccionados y un premio de 150.000 euros para el ganador.

RTVE argumenta que el certamen tiene «identidad propia», desligada de Eurovisión. Un argumento tan endeble que ni siquiera merece refutación. El Benidorm Fest, por muchas similitudes que se le quieran encontrar con el Festival de San Remo, existe única y exclusivamente como preselección eurovisiva.

La decisión se produce, además, en un contexto que invita a la sospecha. Porque existe un alto el fuego en Gaza desde octubre. Los rehenes han sido liberados. Las hostilidades, aunque no han cesado por completo, se han reducido drásticamente respecto a los meses anteriores.

Así que si el boicot pretendía presionar para detener una guerra, llega tarde.

Y si pretende castigar a Israel por sus acciones pasadas, entonces no estamos ante una protesta coyuntural, sino ante un rechazo genérico al Estado judío que poco tiene que ver con una crisis humanitaria concreta.

España es uno de los países fundadores de Eurovisión. Debutó en 1961 con Conchita Bautista y ha participado de manera ininterrumpida durante sesenta y cinco años. Forma parte del Big Five, el selecto grupo de mayores contribuyentes que financia el festival.

Abandonar ahora el certamen equivale a boicotear una institución que España ayudó a construir.

Este episodio coincide, por si fuera poco, con otra muestra del orden de prioridades del Gobierno. El Instituto de las Mujeres, dependiente del Ministerio de Igualdad, acaba de poner en marcha una iniciativa para erradicar de la boca de los españoles el término «Charo», al que califica de «herramienta de misoginia digital».

Una preocupación encomiable, sin duda, en un momento en el que el PSOE afronta graves acusaciones de haber silenciado denuncias de acoso sexual contra Francisco Salazar, uno de los colaboradores más cercanos a Pedro Sánchez. Las denuncias desaparecieron misteriosamente del sistema interno del partido, y la reunión de urgencia de este miércoles con las secretarias de Igualdad de las federaciones terminó con los micrófonos silenciados y un enfado generalizado.

El contraste es demoledor. Un Gobierno que se preocupa por erradicar un mote despectivo nacido en internet… mientras sus propios canales de denuncia funcionan como trituradoras de escándalos.

Un Ejecutivo que legisla sobre el consentimiento ajeno mientras encubre abusos en la Moncloa.

Y una televisión pública que censura un festival musical mientras pontifica sobre libertades y cumbres morales a las que los españoles, por lo visto, no están invitados.

Es cierto que José Pablo López, presidente de RTVE, no tenía forma elegante de dar marcha atrás a la decisión de boicotear Eurovisión después de que la medida fuera aprobada por mayoría absoluta por el Consejo de Administración de la televisión pública el pasado mes de septiembre.

Y es cierto que esa marcha atrás habría sido aprovechada por los socios del Gobierno para escenificar un nuevo conflicto con Sánchez a cuenta de Israel, en un momento especialmente delicado para él.

Pero los españoles merecen decidir por sí mismos si quieren ver Eurovisión.

Merecen una televisión pública que informe y entretenga, no que imponga criterios morales sobre qué espectáculos son aceptables y quién debe o no participar en ellos en función de las necesidades propagandísticas del presidente del Gobierno.

Quien quiera boicotear el festival, puede apagar el televisor. Pero negar a millones de ciudadanos la posibilidad de ver un programa que llevan décadas siguiendo es un acto de arrogancia política que retrotrae a tiempos que creíamos superados.

Perpiñán queda a sólo 180 kilómetros de Barcelona. Por si alguien necesita el dato.