Pedro J. Ramírez-El Español

Mis últimos diez días de agosto no se los deseo a ningún editor o director de periódico.

Es hora de que los lectores en general y los accionistas y suscriptores en particular sepáis lo sucedido.

Porque de forma prácticamente simultánea EL ESPAÑOL ha sido víctima del robo de millones de lectores, impresiones publicitarias e interacciones en redes sociales, de dos credenciales de seguridad y de una parte de nuestra reputación.

Así lo hemos denunciado este viernes ante la comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos para que la unidad especializada en cibercrimen investigue los hechos, persiga a los culpables y nos ayude a prevenir su reiteración.

Porque si los ladrones responden a la motivación que sospechamos es muy probable que vuelvan a la carga. Porque España inicia mañana el curso político más determinante de su historia democrática y todos sabemos lo que EL ESPAÑOL significa para la opinión pública.

Es cierto que estoy utilizando el verbo robar de forma polisémica. Los filólogos dirían que recurro a lo que llaman un zeugma. O sea, al empleo de una misma palabra para referirme a conductas diversas.

Pero igualmente te roba quien mete la mano en tu caja que quien impide a los clientes entrar en tu tienda.

Lo que hemos denunciado ante la Guardia Civil es una cadena de intrusiones, ataques de intoxicación SEO, sustracciones, suplantaciones maliciosas y acusaciones falsas.

Todo ello con un denominador común: la pretensión de perjudicarnos y, si hubiera sido posible, de hundirnos en la concurrida sima de los periódicos que se fueron a pique.

Casi tan inabarcable como ese cementerio marino, es el espectro de los delitos informáticos. La variedad delincuencial de nuestro siglo.

La comparten tanto la ‘fontanera’ que intenta que se difunda un video sexual de un fiscal al que pretende extorsionar junto a un experto en código electrónico, como esas tres agencias gubernamentales chinas que, según el CNI y otros doce servicios de inteligencia, llevan años atacando a los “sectores críticos” del mundo occidental.

Los medios de comunicación somos uno de esos «sectores críticos» y en el caso de EL ESPAÑOL, que repudia la política de Sánchez e investiga sus abusos, en el doble sentido de la palabra.

Nada sucede por casualidad. Y alguien como yo que ha sufrido las maniobras más infames de gobiernos de signo opuesto, está curado de espanto.

El problema del ‘cibercrimen’ es que todo sucede en la oscuridad más profunda -a veces en la llamada deep web– y sin las restricciones territoriales que condicionan a quienes lo persiguen.

Pero vayamos con los hechos que nos han hecho temblar esta semana.

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Entre el viernes 22 y el sábado 23 de agosto, en poco más de 24 horas, se materializó la pesadilla que me ha perseguido en mis 45 años como director. ¿Qué pasa si de repente un día todos los lectores, o al menos una gran parte de ellos, pongamos más de la mitad, dejan al unísono de leer el periódico?

Eso es lo que ocurrió cuando de repente, como si se tratara de un brutal hachazo sobre los gráficos de audiencia, el tráfico de EL ESPAÑOL procedente de los distintos canales de Google cayó hasta un 80%, con tendencia a convertirse en cero.

Era como si de repente se estuviera desmoronando no sólo ese liderazgo sino todo el mérito y el esfuerzo acumulados durante una década.

Nunca en los diez años de vida del periódico había sucedido nada remotamente parecido. Las oscilaciones de usuarios concurrentes iban y venían con sus flujos y reflujos horarios, con sus sístoles invernales y sus diástoles veraniegas.

Es cierto que con cierta frecuencia las desviaciones de la media eran mayores en el agregador Google Discover, en función del siempre impredecible cambio de algoritmo. A veces caía como el maná y otras en forma de rachas de temporal, pero su efecto era paulatino y siempre se diluía para mal o para bien.

Bastaba abrir el foco temporal para percibir mucha más continuidad que disrupción en las gráficas de audiencia. Veremos lo que ocurre a medida que se afiance la Inteligencia Artificial.

En todo caso, esa base de estabilidad es la que explica que, por primera vez en un mercado maduro de un país desarrollado, un medio nativo digital como EL ESPAÑOL lleve siendo el periódico más leído durante 25 meses consecutivos.

En el cómputo incluyo la primera quincena de agosto, en la que según el medidor oficial GFK Dam tuvimos 14.967.688 usuarios únicos en España. Dos millones más que el siguiente, dos millones y medio más que el tercer clasificado.

De no haber ocurrido lo que paso a relatar, en el cómputo completo del mes habríamos vuelto a superar los 20 millones. Porque esa es la realidad: a 20 millones de españoles les gusta leer EL ESPAÑOL porque confían en nuestra línea informativa y en general comparten nuestra línea editorial.

De ahí el síncope bajo el que mis compañeros del equipo directivo y yo hemos vivido estas jornadas angustiosas. Era como si de repente, de un día para otro, se estuviera desmoronando no sólo ese liderazgo sino todo el mérito y el esfuerzo acumulados durante una década.

Es verdad que seguíamos contando con una base muy importante de decenas de miles de suscriptores, de muchos cientos de miles de lectores fieles que entran a diario en la portada de EL ESPAÑOL y de unos cuantos millones que llegan a través de las redes sociales.

Pero sin esa otra mitad larga de lectores que tanto nosotros como nuestros principales competidores recibimos a través de Google, estábamos perdidos.

En sólo cinco días tuvimos una merma de al menos quince millones de páginas vistas. Algo así como el 50% del inventario.

Era como si en la era de la prensa impresa las principales rutas de reparto hubieran quedado bloqueadas por causas desconocidas y con el riesgo de que la situación se prolongara quién sabe hasta cuando.

Por un momento el vértigo se apoderó de nosotros. Sobre todo, cuando supimos que a ninguno de nuestra media docena de principales competidores le estaba ocurriendo nada parecido.

No era una anomalía sistémica. Para los demás las ‘rutas de reparto’ seguían abiertas. Para nosotros no. Entonces nos sentimos inermes.

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A diferencia de la mayoría de los demás medios que ocupan el top ten de la audiencia, EL ESPAÑOL no es sólo un periódico independiente. Es un llanero solitario, con un núcleo accionarial de carácter familiar y miles de pequeños accionistas individuales. Suficiente para haber llegado hasta donde lo hemos hecho.

No dependemos de ningún poder explícito u oculto. Por eso publicamos lo que nos parece y decimos lo que pensamos.

Cuando el usuario pinchaba en el enlace unas veces accedía a contenidos de EL ESPAÑOL y otras tantas a páginas porno.

La otra cara de la moneda es que carecemos de los amortiguadores financieros, operativos y por supuesto políticos que proporciona pertenecer a los grandes grupos multimedia. A diferencia de otros casos bien notorios, el día que estemos quebrados estaremos muertos.

Durante esta semana que se nos ha hecho eterna hemos sentido el vértigo y la consternación de los golpeados por un rayo. ¿Qué iba a pasar con los 300 puestos de trabajo creados, con las 300 familias que dependen de la prosperidad de EL ESPAÑOL, si nos quedábamos sin inventario para atender las campañas publicitarias y sin ingresos suficientes para pagar las nóminas?

Teníamos el colchón de los magníficos resultados de estos últimos años, pero ¿cuánto iba a durar el cataclismo? La palabra ERTE llegó a sobrevolar la escena.

Sin perder nunca la serenidad, emprendimos una búsqueda febril de las causas tecnológicas de lo ocurrido. Fue así como a mediados de semana descubrimos que estábamos siendo víctimas de un vil sabotaje a través de nuestra red de distribución (en el argot CDN).

Los detalles técnicos constan en la denuncia ante la Guardia Civil. En resumidas cuentas, alguien se había apropiado de nuestros contenidos y elementos visuales hasta crear lo que vulgarmente podríamos llamar un ‘gemelo digital’ de EL ESPAÑOL, alojándolo dentro de un dominio proxy desde el que se simulaba actuar en nuestro nombre.

En concreto se lanzaban peticiones a nuestros servidores de forma que cuando el usuario pinchaba en el enlace unas veces accedía a contenidos de EL ESPAÑOL y otras tantas a páginas porno.

Era obvio que las máquinas de Google habían detectado esta anomalía y aplicado restricciones automáticas de carácter drástico en el rastreo de nuestros contenidos. La gráfica vertical de esa evolución equivale -plof- a la de cuando se te cae el alma a los pies.

Tocaba bloquear las IP o direcciones de Internet afectadas por el proxy malicioso y migrar nuestros contenidos y recursos estáticos a un nuevo subdominio. Estábamos en ello cuando descubrimos que en otro frente ajeno al de la audiencia, pero de forma simultánea, habíamos sufrido otra agresión electrónica.

En este caso no se trataba de un ‘gemelo digital’ que llevaba al usuario de ‘burdel’ en ‘burdel’ sino de alguien que nos había quitado el ‘llavero’ y entraba en los ‘domicilios’ ajenos con fines delictivos, haciéndose pasar por nosotros.

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Resultaba que ese alguien se había apoderado de forma ilícita y espuria de dos credenciales que nos daban acceso al sistema de distribución de correos electrónicos de AWS (Amazon World Service), consumiendo a nuestras espaldas la cantidad de envíos contratados.

Siguiendo con nuestras pesquisas averiguamos que nuestras credenciales -y por ende nuestro nombre- estaban sirviendo para cometer presuntos delitos de phising o captación ilegal de datos personales, tanto en Francia como en México.

En el primer caso, desde la cuenta ‘info@elespanol.com’ se hicieron al menos dos envíos masivos a usuarios, extraídos al parecer de una base de datos robada hace tres años a la empresa La Poste. En el epígrafe ‘asunto’ se repetía el mismo mensaje: «Votre dernier passage au péage n’a pas pu être réglé».

Era un anzuelo bien ideado pues el pago por uso de autovías está generalizado en Francia y cualquiera puede tener el cargo de un peaje pendiente de abonar.

En el caso de México, desde la cuenta ‘back-upinfo@elespanol.com’ se realizaron envíos masivos a usuarios de Yahoo, con dos ‘asuntos’ alternativos: «Confirmación de tu actividad reciente» y «Tu cuenta ha sido actualizada».

Bastaba con que diez de cada cien receptores de esos correos abrieran el mensaje y uno fuera lo suficiente ingenuo como para rellenar un formulario con sus datos. La estafa se habría consumado y el buen nombre de nuestro periódico habría quedado embarrado.

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Y como nunca hay dos sin tres, a lo largo de los meses de julio y agosto hemos sufrido las consecuencias de una serie insistente de falsas denuncias por contenido duplicado en Instagram. Las normas de Meta, propietario de la red, permitieron a los falsarios que EL ESPAÑOL fuera sancionado temporalmente y llegara a perder el 70% de las interacciones.

A lo largo de los últimos días hemos podido demostrar que estábamos siendo víctimas de una cadena de «falsos positivos» y todas las restricciones han sido levantadas. El propio 27 de agosto nuestro jefe de redes mantuvo una reunión con Meta de la que salió el compromiso de abrir una investigación: «Me explicaron que el comportamiento era extraño ya que la mayoría de las denuncias eran de la misma fuente».

Tampoco existe relación entre esos tres actos de sabotaje y la clamorosa discriminación que venimos sufriendo en el reparto de la publicidad institucional.

Tal vez esa ‘fuente’ haya reparado en que el espectacular crecimiento de EL ESPAÑOL en redes sociales -también por encima de los 20 millones de interacciones mensuales, según Comscore-, multiplica nuestra influencia y diversifica nuestro riesgo ante ciberataques como el que nos ha privado estos días del tráfico de Google.

¿Existe relación entre la sustracción de nuestro tráfico en la web, el robo de nuestras credenciales de correo y el hurto temporal de nuestros potenciales nuevos seguidores en Instagram?

Seguro que a primera vista no.

Como tampoco en apariencia existe relación entre esos tres actos de sabotaje y la clamorosa discriminación que venimos sufriendo en el reparto de la publicidad institucional desde los cinco días de reflexión de Pedro Sánchez en abril del 24.

O entre todo eso y determinadas inspecciones fiscales, determinados seguimientos o determinadas intrusiones en teléfonos móviles.

Nadie va a ser tan idiota como para hacer cosas tan distintas con la misma mano de obra y desde la misma oficina. Pero la guerra sucia ha vuelto con la malignidad de siempre y toda la tecnología de vanguardia.

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Si los fontaneros de Nixon hubieran actuado medio siglo después, sin duda habrían recurrido a técnicas de sabotaje electrónico como las descritas para poner contra las cuerdas al Washington Post o al New York Times. Y quien en la España de hoy es capaz de impulsar lo que está sucediendo en la televisión pública o en el CIS, es capaz de cualquier cosa.

Medios críticos de las tropelías del actual Gobierno hay lógicamente unos cuántos, pero muy pocos tienen la cobertura informativa y la credibilidad de EL ESPAÑOL. Entre otras cosas porque cuando Sánchez ganó la moción de censura en el 18 le concedimos el beneficio de la duda y cuando logró la investidura en el 20 volvimos a hacerlo.

Por sus hechos le conoceréis, dijimos entonces. Y por sus hechos ya le conocemos y ahora le repudiamos.

Cualquiera que lea el segundo tomo de mis Memorias que Planeta pondrá a la venta el 24 de septiembre bajo el título «Por decir la verdad», se dará cuenta de que la decepción de EL ESPAÑOL con Sánchez se parece mucho a la que El Mundo experimentó con Rajoy en los años anteriores a mi destitución. Lo que no quiere decir que ni los hechos ni el daño causado a España estén siendo los mismos.

Con los datos que arroja la encuesta que estamos publicando hoy y mañana, hay que entender que ahora tenemos enfrente a un grupo de gente desesperada. Perder el poder significará para algunos dejar de ser millonarios, para muchos más regresar a un modus vivendi sin oropel ni prebendas e incluso tener que ganarse por primera vez la vida con algún trabajo productivo.

Harían lo que fuera con tal de prevalecer. Por eso son tan peligrosos. Por eso conviene advertirles que en nuestro caso pierdan toda esperanza de hacernos claudicar. Porque como decía Kafka, observando desafiante el ejército de grajos aposentados sobre el árbol del Estado, «a lo que estamos condenados es a defendernos hasta el final».

A defendernos y a defenderos.