LIBERTAD DIGITAL 10/03/16 – MIKEL BUESA
· La salida de prisión de Otegi, una vez cumplida su condena por intentar reconstruir el partido de ETA –algo sin duda paradójico, pues con la fundación de Sortu, un año y medio después del encarcelamiento del líder terrorista, ese objetivo quedó plenamente alcanzado–, ha supuesto un alivio para las destartaladas filas del nacionalismo radical en el País Vasco. Éste no ha hecho sino perder apoyos electorales una vez consolidada la situación creada por la decisión etarra de abandonar el terrorismo, tal como muestra la reducción de 22.000 votos entre las elecciones municipales de 2011 y 2015 y de más de 100.000 entre las generales de los mismos años.
La izquierda abertzale está de capa caída tanto por el relajamiento de la presión ambiental, al desaparecer la violencia, como por los resultados de su deficiente gestión en las administraciones locales. Y la vuelta de Otegi se ve en ella como una oportunidad para recuperar el terreno perdido e impulsar el proyecto político de ETA –la independencia del País Vasco ligada a la revolución socialista– al rebufo de la experiencia catalana.
Otegi vuelve, pero ello no significa que su mera presencia vaya a resolver la decadencia del abertzalismo. En primer lugar, porque aún está por verse que este dirigente etarra llegue a encabezar las listas electorales en los próximos comicios autonómicos, toda vez que sobre él pesa una pena de inhabilitación que, dependiendo de la interpretación que finalmente hagan la Junta Electoral y, tras los recursos pertinentes, el Tribunal Constitucional, puede llegar a impedirlo.
Por otra parte, hay disensiones internas en la familia política de ETA, como revela la oposición de algunos de sus presos a la rebaja de sus tradicionales exigencias de amnistía. Además, hay que tener en cuenta que el independentismo, desde la perspectiva de la opinión pública, se encuentra actualmente en el nivel más bajo de los últimos cuarenta años. Euskadi no es Cataluña; y en esto de la independencia un abismo separa a los ciudadanos de ambas regiones. Asimismo, no puede olvidarse que el PNV ha recobrado la hegemonía dentro del nacionalismo en todos los territorios vascos, precisamente, moderando su discurso separatista y centrando su gestión en la recuperación de la economía. Y, finalmente, está la incógnita que plantea la irrupción de Podemos en el panorama electoral vasco, con un éxito indudable en las últimas generales al lograr ser el partido más votado de la región.
Podemos es una amenaza para todo el nacionalismo y, en especial, para la izquierda abertzale, aunque haya quienes vean a ese partido confluyendo con esta última. Si las elecciones autonómicas del próximo otoño repitieran la distribución del voto de las pasadas generales, Podemos obtendría 21 escaños en el Parlamento de Vitoria. Ello a costa de que EH Bildu perdiera nueve –el 43 por ciento de los que ahora tiene–, el PNV otros nueve –el 33 por ciento– y el PSOE tres más –que, sumados a otros tres que se irían a Ciudadanos y a Unidad Popular, supondrían una merma total del 60 por ciento–. Sólo el Partido Popular quedaría a salvo del terremoto que ha supuesto la acometida de Podemos, manteniendo sus diez diputados actuales.
No se me oculta que hay quienes ven en la asociación entre el abertzalismo y el podemismo el control del futuro gobierno vasco. Pero el riesgo para el partido de ETA puede ser, en tal caso, muy alto, porque esa confluencia sería como admitir que el elemento nacionalista de su ideología es secundario con respecto al revolucionario, lo que choca contra su tradición histórica y, sobre todo, contra su necesidad de justificar, como necesario, su pasado terrorista. Tal situación conduciría a la izquierda abertzale al borde de su desaparición. Y, además, no suman lo suficiente porque tan sólo contarían con 33 escaños o tal vez 34 si se suma el que obtendría Unidad Popular. Frente a ellos, sin embargo, podría fraguarse una alianza de fuerzas aunadas por el foralismo; es decir, el PNV, el PP y el PSOE que, en la hipótesis que estoy manejando, sumarían la mayoría absoluta de 38 escaños.
El foralismo es, en efecto, un fuerte elemento de cohesión para las oligarquías tradicionales del País Vasco, que a lo largo del último siglo se decantaron bien por el nacionalismo bien por la derecha españolista y a las que, especialmente desde la Transición, acabó sumándose el socialismo. Por ello, PNV, PP y PSOE comparten ese aspecto esencial de la herencia foral que es la suma del Concierto Económico y la descentralización territorial con la preeminencia de las Diputaciones Forales. Nadie, en esos partidos, pone en cuestión esa plasmación institucional de los derechos históricos del País Vasco que la Constitución reconoce y que, como es de sobra sabido, conduce a una situación de privilegio para los vascos frente a los demás españoles.
El líder nacionalista Íñigo Urkullu, en la búsqueda de una formulación del hecho nacional vasco que resulte aceptable a los ojos de los partidos no nacionalistas, ha definido recientemente a Euskadi como una nación foral, lo que, como ha destacado Jon Juaristi, encierra una contradicción, pues lo foral –o sea, la Ley Vieja que se asocia a Dios en el lema Jaungoikoa eta Lagi Zarra acuñado por Sabino Arana– sólo puede existir en el ámbito de la España que reconoce un estatus de superioridad para los vascos. Y es precisamente ese estatus el que resulta no sólo aceptable, sino deseable, para populares y socialistas en la región, por lo que, en su defensa, pueden confluir con un partido nacionalista que identifica con él la nación prometida.
Vuelve Otegi, es cierto; pero una cosa es volver y otra ganar. Y todo indica que esto último tiene, hoy por hoy, en la compleja realidad política del País Vasco, una probabilidad muy baja.
LIBERTAD DIGITAL 10/03/16 – MIKEL BUESA