Ibarretxe y Egibar han vencido, y con ellos se consuma el pleno regreso del fundador. Gracias a la ponencia aprobada por el EBB, rígidamente independentista, el eco de la llamada de Sabino devuelve sentido político a la supervivencia de ETA. Nada tiene de extraño que la justificación histórica del soberanismo coincida punto por punto con la mitología etarra.
Cuando hace un par de años publiqué un estudio sobre la omnipresencia de Sabino Arana en la historia posterior del nacionalismo vasco, es muy posible que muchos interesados en el tema pensasen que tal preocupación carecía ya de sentido. Nadie lee ya a Sabino en el mundo nacionalista, y no sólo porque los nacionalistas vascos lean poco, hoy como ayer, sino porque la izquierda abertzale se las da de progresista, tercermundista, y entre los jelkides, hoy jeltzales, prevalece la intención de que el fundador, además de ser un retrato en los batzokis suyos y en los de Eusko Alkartasuna, no cuente en su ideario supuestamente moderno. Todos saben que una profesión de fe abiertamente sabiniana se convirtió en impresentable a partir de 1945. En cuanto a los políticamente correctos, la solución venía dada por la explicación ‘pendular’ de que en el patriotismo vasco hay dos almas, una radical independentista y otra pragmática, autonomista, que coexisten, y permiten al PNV mantener un discurso fuerte en cuanto a las reivindicaciones nacionales y una actuación política razonable, del todo ajustada a las exigencias de la democracia. Y por añadidura, no han faltado historiadores que proporcionasen el fundamento de tal interpretación al evocar la fase final ‘españolista’ de Sabino, que habría representado un viraje hacia la inserción del movimiento nacionalista en la legalidad del Estado español. Todo perfecto a la hora de mostrar que el nacionalismo vasco, en su versión EAJ-PNV, es un puntal nato del ordenamiento democrático español, y que poner en cuestión esa imagen no sólo es un error histórico, sino que constituye una muestra implícita de españolismo antivasco.
Lástima que las cosas no sean así, y que el propio Sabino, en sus escritos sobre la famosa Liga de los vascos españolistas, dejó claro que la finta política estaba dirigida a impulsar el crecimiento del nacionalismo en unas circunstancias difíciles, sin rectificar para nada el planteamiento de fondo: la lucha por la independencia, desde el supuesto de una absoluta incompatibilidad entre vascos y españoles (es el tiempo en que redacta ‘Libe’, versión teatral de ‘Bizkaya por su independencia’). No hay dos almas en el nacionalismo, sino una sola, ortodoxa, independentista, que reivindica la legitimidad que le proporciona la religión política creada por Sabino frente a todo aquel que intente poner en marcha una deriva autonomista, por mucha fuerza transitoria que este falso nacionalismo, como en tiempos de Sota, como en estos años de Imaz, con sólido respaldo económico, pueda conseguir. El pragmatismo es admisible, tal y como lo practicara el Arzalluz del ‘espíritu de Arriaga’, siempre que tras entrar con ‘el enemigo’ -todo aquel que responda a los intereses españoles-, se salga consigo mismo. Proyectado este planteamiento sobre el nacionalismo contemporáneo, ello significa que en el fondo las doctrinas sabinianas, el enfoque sabiniano sigue vigente tanto para el PNV como para la izquierda abertzale sometida a ETA. El primero rechaza la violencia, léase el terror, pero confluye con el segundo en la visión de fondo del problema vasco, en la asunción de todos y cada uno de los mitos sabinianos, en el rechazo sin reservas de todo cuanto huela a España, democracia incluida, y, de modo simbólico, en la consideración de que existe un ‘conflicto vasco’ de raíces supuestamente históricas, que nada menos que afectan a un ‘pueblo vasco’ que estaría instalado en el territorio que media entre el Adur y el Ebro. Una pura y simple construcción imaginaria, basada en una sarta de falsedades, pero que merced al recurso a la violencia se impone sobre un sector de la sociedad vasca de acuerdo con las conocidas reglas del efecto-mayoría.
Y como tantas veces en el pasado, el intento de convertir el nacionalismo vasco en un nacionalismo cívico, que en las circunstancias actuales tome nota de la composición plural de la sociedad vasca, asuma un proyecto de relación con la democracia española y con partidos hispanovascos (transversalidad), rechazando sin reservas a ETA, estaba condenado al fracaso. La legitimidad lleva al PNV por otro camino, y los pigmeos políticos que le acompañan en el tripartito se han apresurado a recordárselo a Imaz. En un partido tan amigo de la discreción como el jeltzale, fue ya significativo que su presidente tuviese que salir a la prensa no nacionalista para exponer su proyecto de modernización democrática del partido. La táctica de Egibar, respaldada por personajes como Azkárraga y Madrazo, con ese ciclista de piñón fijo que es Ibarretxe al fondo, fue la ya conocida de plantear una estrategia rompedora, envuelta en una voluntad aparente de unidad. Es decir, si no aceptas lo mío en nombre de la unidad, rompo la baraja. Y al ver cómo ha quedado la ponencia para la próxima Asamblea Nacional, con una aprobación unánime, Imaz ha tenido que renunciar, derrotado, para no quebrantar la ‘unidad’.
Porque el texto aprobado supone un regreso en toda regla de Sabino Arana, citado desde su primera frase e inspirador de los planteamientos fundamentales. A diferencia de los tiempos de Arzalluz, e incluso del plan Ibarretxe, aquí ya no hay máscaras. Sabino Arana puso en marcha «un movimiento social», siendo la expresión de un «pueblo vasco», sólidamente cohesionado en torno a los principios que enunciara el fundador. «Euskadi es la patria de los vascos», se nos dice, y, claro es, a lo largo de las cuarenta páginas del texto, los vascos son los nacionalistas. Lo de movimiento social sugiere ya el enfoque totalista, de configuración de una sociedad homogénea mediante procesos de presión horizontal. Al ser Sabino la fuente de la argumentación, nada tiene de extraño que la justificación histórica del soberanismo coincida punto por punto con la mitología etarra. Al parecer, sin que muchos de sus habitantes lo sepan, existe «un País desde el Adour hasta el Ebro con sus señas de identidad inequívocas (no hay más que comparar a un bayonés con un vitoriano, un habitante del Goierri o un tudelano, nota propia), con unos derechos históricamente articulados que le fueran arrebatados por la fuerza, siendo origen primigenio de lo que conocemos como ‘conflicto vasco’. Y si nos tragamos tal sucesión de mitos, no cabe otro remedio que proponer un único camino: la recuperación de la existencia de esa nación vasca por medio de la autodeterminación, con la independencia como meta ineludible. España, y Francia con sordina, son los enemigos. No cabe otra coordinación con la política española que preparar la ‘consulta’. ETA al parecer no cuenta. Su ‘ciclo’ ha terminado, lo cual permite seguir cargando con estupidez culpable contra la Ley de Partidos que hizo posible su desmantelamiento. Cómo no, el ‘diálogo’ es para eso la solución.
El terror, visto como violencia, es desestimado, lo cual implícitamente supone excluir la problemática del impulso que el soberanismo jeltzale proporcionará a la supervivencia de ETA. En la ponencia, hay distintas frases que recogen la actitud de Imaz, pero quedan sofocadas por la claridad del discurso independentista. Introducir la presencia de ETA en el proceso de ‘normalización’ política «no es otra cosa que una excusa política del Estado para no reconocer la existencia de la Nación Vasca». Probablemente, añadiríamos, detener etarras es también una forma de ejercer desde ‘el Estado’ perversamente esa negación. Ibarretxe y Egibar han vencido, y con ellos se consuma el pleno regreso del fundador. «La llamada de Sabino pronto encontró eco social», nos dicen los redactores. Un eco que sigue resonando hoy y que gracias a esta ponencia rígidamente independentista, devuelve sentido político a la supervivencia de ETA.
Antonio Elorza, EL CORREO, 14/9/2007